AÑO XV
Octubre
2021
40
Destacados

Lo femenino, más allá de los géneros

Miquel Bassols

Pedro Lipovetzky, 2021-Diseño para Virtualia

Buenas tardes. En primer lugar, muchas gracias a los colegas del Seminario del Campo Freudiano de San Sebastián, con quienes mantengo una relación de trabajo desde hace ya varias décadas. Recordaba ahora con ellos, los encuentros que habíamos tenido ya en los años 80 y en los 90, aquí en San Sebastián. Siempre estoy muy contento de venir a trabajar con vosotros.

También muchas gracias al Museo San Telmo por acoger estas conferencias en un lugar tan precioso, tan enraizado en la cultura vasca.

Carnaval de géneros

Cuando escogí el título para esta conferencia, pensé en lo equívoco del término "género". Se habla, por ejemplo, de géneros literarios, distinción siempre un poco arbitraria en la práctica de la escritura. En realidad, si vamos al diccionario, vemos que es un término de una gran vaguedad. Designa, en primer lugar, un conjunto de elementos que tengan uno o varios caracteres comunes, una clase a la que pueden pertenecer las personas o las cosas, agrupadas por un rasgo que nos parece común. Se utiliza también para designar los grupos de los seres humanos distinguidos por un rasgo sexual, primario o secundario. De modo que el término "género", aunque sea desde hace décadas motivo de los llamados "estudios de género", no deja de mantener siempre cierta vaguedad escurridiza. De todos modos, viniendo ahora por las calles de Donostia, me he dado cuenta de algo que no había calculado ‒tal vez mi inconsciente lo había calculado‒, y es que estamos en Carnaval y que gracias a una referencia que haré más adelante, una referencia lacaniana al teatro, pues parece que el término viene muy a cuento. En realidad, en Carnaval se juega siempre con la confusión de los géneros. Si alguna cosa podemos decir de la actualidad, es que toda la profusión, toda la supuesta multiplicación de géneros sexuales, es algo que tiene mucho que ver con las mascaradas, con las identificaciones, con los disfraces que nos ponemos para abordar al otro en la relación sexual. Es la mascarada en el malentendido que siempre se produce entre los sexos. Y el Carnaval es la fiesta mayor de los géneros, una fiesta sobre aquello que Jacques Lacan entendió como la dificultad a la hora de establecer una relación entre los sexos. No hay modo de abordar la cuestión de la relación sexual, de la relación entre los sexos, sin alguna forma de mascarada.

Hay una frase muy conocida de Lacan: "no hay relación sexual". Es un aforismo que puede parecer muy impactante porque relaciones sexuales hay, más o menos, pero las hay, más o menos bien, más o menos mal, pero las hay. Pero, para Lacan, "no hay relación sexual" quiere decir que no hay ningún tipo de programa escrito que nos diga cuál es la relación entre los sexos masculino y femenino, como tampoco entre todos los que queramos inventar después. En lo que llamamos habitualmente "la relación sexual", cada uno va a la cama, por decirlo así, con su propio fantasma, con sus propias fantasías, fantasías previas con las que aborda este real de la relación con el otro sexo. En el ser humano, el ser que habla y que vive siempre en el campo del lenguaje, no hay nada escrito de entrada, más allá de estas fantasías, sobre qué puede ser la relación entre los sexos. En el mundo animal las cosas parece que están mucho más claras, porque el instinto animal sabe de entrada cuál es su objeto. En el mundo del ser hablante, en el mundo de los cuerpos que hablan, no hay un objeto dado de entrada para establecer esta relación sexual. Es lo que distingue la noción freudiana de "pulsión", que no tiene ningún objeto predeterminado o escrito en su programa, del "instinto" natural que sí tiene un programa para dirigirse a su objeto, un programa biológico o genético. El instinto tiene un objeto predeterminado, la pulsión sexual humana, no. En el campo del lenguaje, este programa parece tan alterado que no hay ningún patrón común, y más bien parece un programa hackeado, por decirlo así, un programa que siempre se está escribiendo y reescribiendo a sí mismo, y que, como ya señaló Freud, parece lo menos adecuado para seguir los designios de la reproducción de la especie humana. El ser humano goza de la sexualidad más allá de la finalidad reproductiva, incluso en contra de ella.

Dos cuestiones previas, antes de adentrarnos en el tema que he escogido. La primera se refiere al propio autor de la conferencia, y la segunda, al título.

Alguien podría preguntarme ahora: ¿cómo alguien que es del género masculino, un hombre, puede hablarnos de lo femenino? No es nada evidente, no parece algo obvio. Podemos pensar que sería mucho mejor escuchar a una mujer hablar de lo femenino. Yo mismo, por ejemplo, estoy convencido de que es mejor escuchar a una mujer hablar sobre lo femenino. Desde el lado masculino es muy fácil extraviarse al intentar hablar sobre qué es lo femenino en tanto tal. ¿Qué autoridad puedo tener yo, entonces, para hablar de lo femenino?

En uno de sus últimos textos, titulado "Análisis finito e infinito", Freud abordaba la cuestión del final del análisis en estos términos. Se trata de cómo cada sujeto se autoriza en la posición femenina, ya se diga hombre o mujer, o ya se diga como se diga. En un buen final de análisis, para Freud, el sujeto se puede autorizar en lo femenino. Utilizó en la lengua alemana un término ‒Ablehnung‒ que ha sido traducido, a pesar de las dificultades que supone, por "autorización". Es una lectura que podemos hacer hoy de ese texto de Freud: cuando un sujeto se puede autorizar en lo que tiene de femenino en sí mismo, entonces podemos considerar que es un buen final de análisis. Solo que ‒es algo que ya está indicado en la paradoja del título del texto de Freud‒, al mismo tiempo, es algo que hace que ese análisis sea, precisamente, infinito. Por otra parte, tampoco es tan seguro e incuestionable que yo pueda identificarme como un hombre ante ustedes y decirles, sin ningún tipo de duda: "yo soy un hombre". Si entendemos el término como equivalente a ser humano, también una mujer podría hacerlo. Y es por eso, precisamente, que desde el lado femenino se ha puesto en cuestión este universal "hombre" como equivalente a ser humano, como un rasgo que definiría al género humano como tal, el género que incluiría a todos los seres humanos. Entonces, no es seguro qué es lo que quiero decir cuando digo "yo soy un hombre". De hecho, para el psicoanálisis cualquier afirmación de identidad, y especialmente una afirmación de identidad de género, siempre es sospechosa. Podemos pensar incluso que un psicoanálisis es un trabajo para atravesar, para desprenderse de toda la serie de identificaciones que uno ha ido acumulando en su vida, ya sean identificaciones nacionales, religiosas, familiares, incluso lingüísticas y, sin duda también, identificaciones sexuales entendidas en este sentido "genérico".

Para el psicoanálisis, una afirmación como "yo soy un hombre" es tan enigmática o tan extraña como aquella afirmación a la que se refería Lacan en uno de sus primeros textos: "yo soy una guacamaya".[1] Explica allí la sorpresa que le produjo a un médico psiquiatra, llamado Karl von den Steinen, la respuesta de un miembro de la tribu de los bororo, en Nigeria, a la hora de preguntarle quién era, cómo se definía: "yo soy una guacamaya", le había respondido. No le respondió "yo soy un hombre", ni "yo soy una mujer", ni "yo soy un transgénero". Cuando Lacan comenta esta afirmación, señala que no es, de hecho, una afirmación de identidad tan distinta en su estructura simbólica a la que alguien sostiene cuando dice "yo soy médico" o "yo soy ciudadano de la República francesa". Lo mismo ocurre si alguien dice "yo soy catalán" o "yo soy vasco". De hecho, es solo por una creencia, por una suposición, como podemos aceptar la verdad de esta respuesta. No es un enunciado performativo, como dicen los lingüistas, un enunciado que pone en acto aquello que dice, como sí sucede si digo "yo te prometo" o "yo te nombro", enunciados que ponen en acto, que hacen aquello que dicen. Cuando digo "yo soy un hombre" no se trata tampoco de un enunciado performativo. Y eso es algo que debemos tener siempre en cuenta cuando se trata de una afirmación de género, de una "autodefinición", como la llaman ahora. Es una atribución de identidad nada simple, una definición que requiere siempre una operación simbólica nada natural, y es una operación que toma necesariamente algunos rasgos del otro, de la comunidad en la que se incluye quien la sostiene, rasgos que no vienen dados de entrada de forma natural. Lacan lo hará entender muy bien con una paráfrasis. Decir "yo soy un hombre" es, en realidad, lo mismo que decir: "yo soy semejante a aquel a quien, reconociéndolo como hombre, fundo [como hombre] para reconocerme como tal". Es lo que llamamos en psicoanálisis una identificación y es algo que no tiene nada de natural, nada que pueda fundarse en la anatomía o en la biología de un cuerpo. Solo tiene su fundamento en una operación simbólica, de lenguaje. Por supuesto, decir "soy un psicoanalista" no es tampoco nada obvio. Tanto es así que, para Lacan, la propia posición del psicoanalista tenía siempre algo más de femenino que de masculino. Decir "yo soy un psicoanalista" no funciona si no incluyo un rasgo femenino en esta afirmación, lo que supone que he reconocido algo de lo femenino en el ser humano. Y es cierto que, si uno va estudiando la posición del psicoanalista siguiendo la enseñanza de Lacan, se encuentra con la lógica de lo femenino como la que mejor puede definir esta posición.

Lo hetero, más allá del binarismo

Ya ven entonces que el título de mi conferencia me condena a ir de suposición en suposición, de tiniebla en tiniebla. No puedo dar por supuesto de entrada qué es lo femenino. Es más bien un proyecto de trabajo, un programa de investigación. En realidad, cada vez se hace más difícil decir qué es lo femenino y lo masculino en estos tiempos de una multiplicación creciente de lo que se llaman "géneros". Es la segunda cuestión previa del título de esta conferencia. Es una obviedad gramatical, pero es necesario señalarla porque finalmente no es nada obvio. El título dice "lo femenino", no "la feminidad" ni "la mujer". "Lo femenino" no es un sustantivo de género femenino. Si somos gramaticalmente rigurosos, es una expresión de género neutro. Es lo mismo que cuando hablamos de "lo inconsciente", no es ni masculino ni femenino, es un género neutro.

¿Lo femenino sería entonces un género neutro? En todo caso, lo que quiero transmitirles hoy es que, tal como lo entiende el psicoanálisis, lo femenino no es un género. No es un género, ni en el sentido gramatical ni en el sentido en el que actualmente se habla de la feminidad en la teoría de los géneros o en las teorías queer. Hablar de lo femenino requiere hoy ir más allá de los géneros. Y hablar de esto aquí en Euskadi, pues tiene su gracia también, porque en el euskera no hay géneros gramaticales, ocurre como en la lengua inglesa. Parece que, según me han dicho, allí donde se puede definir un género gramatical en euskera es más bien por influencia de la lengua española. Tiene su gracia. Bienvenida sea esta circunstancia. No solo estamos en Carnaval, sino que, además, el euskera carece de algo que nos parece tan obvio en otras lenguas cuando se reparten los seres y las cosas entre los géneros masculino y femenino.

La cuestión del género ha llevado a un debate también en la clínica. Los psicoanalistas la estamos encontrando en las consultas, cada vez más. En los años 80 yo no recibía como hoy casos de jóvenes, o no tan jóvenes, que vengan con una cuestión sobre lo que se denomina transgénero, con la idea de cambiar de sexo o de género. Ahora recibimos, cada vez con más frecuencia, a jóvenes, a veces también antes de llegar a la pubertad, que se plantean y plantean a los otros la problemática, la pregunta por el género. Y es una cuestión que resulta difícil de tratar para las familias. Hay razones para preguntarse si es un fenómeno nuevo, más o menos inducido por los discursos actuales, o si estos casos no eran antes percibidos como tales. En algunos casos es muy claro que, como se dice en la lógica del mercado, la oferta crea la demanda. Hoy la ciencia ofrece la posibilidad de modificaciones en el organismo que tocan de lleno la relación que cada sujeto mantiene con su cuerpo, con su forma de gozar, y también con su forma de goce sexual. Es una oferta que también genera una demanda. Y es una demanda muy variada, que va desde querer cambiarse el nombre por un nombre de otro género, de querer cambiar la imagen, de querer hormonarse, de querer transitar hacia la imagen del otro o de la otra, hasta de querer entrar al quirófano para modificar los órganos sexuales. Esta última demanda sigue siendo, sin embargo, bastante poco frecuente, y es un paso al acto que siempre plantea cuestiones clínicas nada evidentes. En todo caso, la idea de que existiría una autodefinición de la identidad sexual es tan poco evidente para el psicoanalista como la que señalaba antes en el caso de "yo soy una guacamaya". Hay que escuchar muy atentamente a cada sujeto para saber a qué responde su demanda, a qué responde su atribución subjetiva a un género u otro. Un pedido de identidad de este orden no es lo mismo que una identificación sexuada.

En todo caso, el discurso sobre el género y el transgénero ha entrado hoy de lleno en el discurso del derecho. El sujeto trans pide ser regulado por la ley, pide ser reconocido no como una patología ‒no tiene por qué serlo, es cierto‒ y plantea la cuestión del derecho a ser reconocido como una nueva identidad sexual. Es, de hecho, la reivindicación de una forma de gozar, no tan nueva finalmente si la consideramos en una perspectiva histórica y clínica. En realidad, escuchada en su singularidad, más allá de la mascarada de los géneros, no es una reivindicación tan nueva. Freud ya la escuchaba en los orígenes del psicoanálisis, y no hizo de ello una patología en sí misma. No hizo una patología, por ejemplo, de la homosexualidad, como se supone a veces, sin duda por no haber leído a Freud como merece. Freud partió más bien de la idea de una bisexualidad constitutiva del ser humano, una bisexualidad un tanto extraña porque no encaja del todo bien en un esquema binarista. La bisexualidad que Freud postula en el ser humano no es el binarismo del hermafrodita que presenta a la vez los caracteres sexuales masculinos y femeninos. Es una bisexualidad que es más bien una Uni-sexualidad, la de Una forma de gozar que cada sujeto encuentra en lo sexual como una alteridad radical, siempre como Otra forma de gozar, una forma imposible de incluir en lo homo, en lo homogéneo de su Yo, de su unidad como persona. Lo sexual es, en este sentido, siempre Hétero, si recuperamos el sentido original de esta palabra, como lo Otro que escapa siempre a toda clasificación en un conjunto cerrado, que escapa a toda inclusión en un conjunto universal como pretende ser el Hombre. Para el Hombre, lo Hétero del sexo es lo femenino, este es le verdadero sentido de aquella bisexualidad constitutiva del ser humano que Freud escuchaba en su época.

Es algo que Lacan señaló en los años setenta del siglo pasado: lo Hétero es amar a las mujeres, sea cual sea el propio sexo atribuido al sujeto que ama. Es algo realmente subversivo y las teorías de género harían bien en actualizarse en este sentido cuando piensan referirse, ya sea para apoyarse en él o para criticarlo, al psicoanálisis lacaniano. Han pasado cincuenta años desde esta afirmación de Lacan, que plantea serias objeciones a todo supuesto binarismo hetero-patriarcal, y que todavía está por descifrar.

Hoy, el término que quiere triunfar en contra del binarismo sexual y de las propias teorías de género y de las comunidades LGTBI, es el término Queer. Los queer consideran hoy opresivas las teorías y los discursos de género, aunque su origen se encuentra en estas mismas comunidades y en estos mismos discursos. No se sabe muy bien cómo traducir este término y por eso es mejor dejarlo así, sin traducción. Se podría traducir por: lo torcido, lo que se separa de la norma, lo que es singular, lo que no es comparable a nada más, aquello que no se puede definir por oposición a otra cosa. Es una palabra que apunta a lo más singular del sujeto, aquello de cada uno que no es comparable a ningún otro.

Las teorías queer abordan la cuestión del sexo en una crítica radical a la noción de la diferencia y del binarismo sexual. Es una objeción a la norma binarista que ordena el mundo por oposiciones entre significantes: hombre-mujer, masculino-femenino, niño-niña… azul-rosa. En este mundo, la diferencia quiere decir que cada elemento se define, no por sí mismo, sino por su oposición en relación a otro elemento. Este es, precisamente, un principio de estructura que para Lacan fue muy importante y que está en el principio del lenguaje. Cada término significante no se define por sí mismo sino por su oposición con respecto a otro. Esta es la tesis del estructuralismo desde la lingüística de Saussure, que definió la lengua así: un término, en el sistema de la lengua, no vale por sí mismo sino por su oposición con el otro. Y aquí la lógica del binarismo y la lógica de la diferencia son fundamentales para ordenar el mundo en el que vivimos. Y no parece nada simple escapar a este binarismo estructural que el lenguaje impone al ser humano. De hecho, reivindicarse como "persona no binaria" es ya, también, una reivindicación binarista, porque "persona no binaria" solo puede definirse por su oposición a "persona binaria". Es un verdadero problema, que no puede resolverse de manera tan ingenua como a veces encontramos en las teorías queer y en los estudios de género. La alteridad radical de lo femenino siempre podrá decirle al ser que vive en el lenguaje, binarista por definición, y también al discurso queer: "¡Un esfuerzo más para salir del binarismo!" No, no es tan fácil salir del binarismo constitutivo del ser humano.

También la política funciona por diferencias y lógicas binarias. Cuando digo la política digo también la política parlamentaria. ¿Puede haber una política queer? Sería una política que no se definiría por la oposición con respecto a otro término, sino por algo incomparable, algo que no tenga una identidad propia en sí misma, ontológica, sino que sea siempre tan singular que se aparta de cualquier definición binaria.

El mes pasado, en las jornadas anuales de nuestros colegas de París, un encuentro de la École de la Cause freudiennecon más de 3000 asistentes, Paul B. Preciado, que se define como transgénero, lanzó una larga diatriba, una crítica a los psicoanalistas, también a los psicoanalistas lacanianos, que supuestamente seguiríamos defendiendo el hetero-patriarcado y una concepción binarista de la sexualidad, una concepción fundada en la noción de diferencia, la diferencia entre los sexos. Pero, precisamente, si leemos a Lacan, nos damos cuenta de que la lógica binaria no puede explicar cómo funciona la sexualidad en el ser humano, no puede explicar lo más importante de las identificaciones sexuadas. Y, sobre todo, lo que no puede explicar la noción binaria de la diferencia es lo femenino, es la lógica femenina que Lacan desarrolla de manera muy precisa en la última parte de su enseñanza. Paul B. Preciado parecía ignorarla en su diatriba. La lógica de lo femenino nos plantea ‒de hecho, ya se lo había planteado a Freud‒ un problema fundamental y es que no puede ser explicada por la lógica de la diferencia binaria, por la oposición de lo femenino con respecto a lo masculino. Es una oposición que Freud abordó con la estructura del complejo de Edipo y del orden fálico, pero que encontró muy pronto sus límites a la hora, precisamente, de abordar el orden de lo femenino. Lo femenino, para Freud, no podía resolverse en la estructura del Edipo y del orden fálico.

Puede explicarse de manera simple cómo la lógica de lo femenino hace estallar toda noción de diferencia binaria y toda ordenación de los géneros en términos de diferencias. Cuando Freud introdujo la lógica binaria en la sexualidad infantil, lo hizo siguiendo una oposición fundamental: o fálico o castrado. Es una lógica que funciona con un binarismo fundamental, 1/0, presencia/ausencia del falo. Es un lenguaje binario al estilo del lenguaje de los ordenadores: 1/0, presente o ausente. Hay una parte fundamental de la experiencia de la sexualidad, de las identidades sexuadas, que funciona con esta lógica. El sujeto infantil ‒que distinguimos como niño y niña‒ve la diferencia de los sexos, ve que unos tienen pene y otros no tienen pene, organiza su concepción de la diferencia sexual con una lógica binaria y se sitúa según un término u otro: hay los que tienen y hay los que no tienen. Con respecto a esto, siempre recuerdo el chiste involuntario de una niña que salía de la escuela después de una clase de educación sexual, donde le habían explicado la diferencia de los sexos a partir de la idea, que ella retuvo, de que los niños tienen pene. Cuando salió del colegio, se lo explicó de inmediato a su madre ‒sí, era la madre‒ cuando vino a buscarla: "Hoy me han explicado que los niños tienen pene". Y la madre le preguntó: "¿Y las niñas?" Respuesta: "Las niñas tienen pena". Era la respuesta más espontánea posible desde la lógica fálica, era la inclusión de la diferencia binaria del lenguaje en su teoría particular de género. Es también lo que Freud llamó penisneid. No pasemos por alto que la niña respondió en tercera persona del plural: son ellas, las niñas, las que tienen pena. Todavía está por verse dónde se situaba ella, en primera persona. Pero lo más interesante que hay que subrayar es que, según su respuesta, todos tienen, sean niños o niñas. Sean lo que sean, tienen.

En realidad, la lógica fálica es esto precisamente: todos tienen. Lo que supone que en algún lugar hay al menos uno que no, hay al menos uno que no tiene, ni pene ni pena, uno que, como excepción, funda la regla universal pero que queda fuera del conjunto del "todos". No habría posibilidad de fundar un "todos" sin que haya al menos uno que no, y que queda fuera del conjunto universal como la excepción que lo funda, siempre en una lógica binaria. Hay que ir con cuidado entonces, la cuestión no es tan simple como supone la tontería del debate, más bien hipócrita, como el que se produjo con aquel anuncio del autobús que se paseaba por las calles de las ciudades españolas y que seguro todos ustedes recuerdan: "Los niños tienen pene. Las niñas tienen vulva. Que no te engañen". Esa es la lógica fálica, ese es también el engaño de los que creen que no se engañan: que todos tienen. Y es esto precisamente lo que Freud descubrió como la lógica fálica. Ahí lo importante es tener o no tener. Pero el problema, cuando se trata de la sexuación, es en realidad otro: ser o no ser. Lacan lo situó muy bien al principio de su enseñanza: se trata de ser o no ser el falo, de ser o no ser el significante del deseo del Otro. Esta es la verdadera cuestión cuando se trata de la lógica fálica: qué soy para el deseo del Otro, del Otro en mayúsculas porque, sea quien sea, sea del sexo que sea, está en el lugar desde el cual me planteo la pregunta por mi deseo, por mi identidad, también por mi modo de gozar.

En la lógica fálica, binaria, todo se ordena siguiendo este poder del significante fálico. El problema es que esta lógica no nos dice nada sobre el ser mismo de lo sexual y de lo femenino, que queda precisamente fuera del conjunto, imposible de simbolizar en su interior. Y es sin duda una de las razones de que muchas mujeres, no todas, hayan sufrido históricamente la opresión, también la segregación, en el llamado patriarcado. Pero no solo las mujeres.

Lógica de conjuntos abiertos

Lacan descubrió muy pronto que todo esto chirriaba por algún lado cuando se trataba de lo femenino. No hay que olvidar que el psicoanálisis empezó con el encuentro de Freud con algunas mujeres y que, de hecho, no fueron los hombres quienes inventaron el psicoanálisis. Fueron algunas mujeres, con las que Freud ‒pero había que ser Freud‒ se encontró. Fueron también algunas mujeres que hacían escuchar algo que sucedía más allá de la lógica fálica. Y es que entre el 1 y el 0 hay un montón de números más. En realidad, hay una infinidad de números, imposibles de contabilizar del todo, imposibles de ordenar en un "todo". Y este es un tema que Lacan se tomó muy en serio, hasta tal punto que lo estudió como un problema lógico, un problema de la lógica del siglo XX, el problema de los números reales que están entre el 1 y el 0. Entre el 1 y el 0 hay el 0,01, el 0,001, el 0,03…, incontables, pero hay además los números reales. No hay modo de ordenar este espacio entre 0 y 1 con la lógica binaria de la diferencia. Es imposible recorrer este espacio entre 0 y 1 con la lógica binaria.

Daré un ejemplo muy intuitivo que, supongo, resonará en todos ustedes. Vayamos directamente a lo que es el goce sexual. Cuando se trata del lado fálico, o bien hay o no hay, o bien hay erección o bien no hay erección. Desde ese lado no se puede fingir, no se ha visto ningún hombre que pueda fingir una erección. O bien hay o bien no hay, es del orden binario. Cuando se trata del goce femenino, la cosa no es tan simple, nunca se sabe muy bien del todo. A veces sí, a veces no, a veces lo parece, a veces sí pero no se sabe muy bien dónde se experimenta ese goce, cuándo y hasta dónde llega, un poco más allá o un poco más acá, tal vez sí, tal vez no. Se abre entonces un espacio de infinitud no localizado ni localizable claramente en el cuerpo. Los sexólogos, más o menos delirantes con la historia del punto G, han dicho cualquier cosa para intentar localizar algo que no se deja localizar con una lógica binaria. Se abre ahí un espacio ilimitado, que no se puede encerrar en ningún intervalo cerrado, en ningún conjunto delimitado. En este espacio no hay modo de situar un elemento idéntico a sí mismo, definible por un rasgo que permita incluirlo en un conjunto cerrado.

Mañana trabajaremos precisamente con los colegas de San Sebastián un Seminario de Lacan dedicado a la posición femenina y al amor, donde investiga este campo de la infinitud que se abre con la posición femenina entre 1 y 0, entre falo y castración. Pero es una cuestión que también podemos encontrar en lo más cotidiano de la vida política de nuestros días. Cuando el discurso se funda en identidades binarias y en la identidad de cada elemento por su diferencia con otro, puede llegar a argumentos como el de aquella conclusión que tal vez recuerden: "un plato es un plato, un vaso es un vaso, y eso es así". Pero según la lógica femenina eso no es tan simple. A veces, no sabemos si es un vaso o no, puede ser un vaso que parece un plato, o un plato que parece un vaso. Habrá que verlo uno por uno porque no hay vaso ni plato idéntico a sí mismo, definible por un rasgo previo que permita incluirlo en el conjunto de todos los vasos, diferente al de todos los platos. Y es un problema que tiene, es cierto, consecuencias políticas importantes. En la lógica de lo femenino no hay identidad de un elemento consigo mismo porque no existe el significante que defina previamente un conjunto universal. Eso es lo que Lacan indicaba con su famoso aforismo: "La mujer no existe". Existen las mujeres, una por una, pero no existe "La mujer" como un conjunto universal que haga un "todo".

Entonces, la primera tarea del psicoanalista es, desde la lógica femenina, poner en suspenso cualquier afirmación de identidad fundada en definiciones diferenciales. Si alguien se presenta, por ejemplo, con un diagnóstico de TDH, lo primero es preguntar: "Bien, ¿qué es para usted un TDH?" Y las respuestas siempre son interesantes. No dar nada por supuesto es una regla primera del psicoanalista cuando recibe a un sujeto, venga con la identificación que venga.

Es aquí donde se abre el espacio de singularidad que también nos indica el término queer, término que se ha añadido con su inicial a la serie LGTBIQ. Tal vez acabaremos las letras del abecedario, porque la multiplicación de géneros sigue: lesbianas, gays, bisexuales, intersexuales. Existe también lo que ahora se llama cisgénero, es decir, aquel que se considera idéntico al supuesto sexo anatómico con el que ha nacido. Y existe el transgénero, que quiere migrar del género supuesto a su cuerpo en el momento de nacer o ya antes. Y en la serie está también la Q, lo queer. Pero hay una paradoja muy interesante: los queer se definen precisamente como inclasificables. Entonces nos encontramos con la paradoja de introducir en una clasificación algo que se define como fuera de toda clasificación. Es algo muy borgiano. Conocen aquella famosa clasificación de Jorge Luis Borges que Michel Foucault citaba al principio de Las palabras y las cosas y que aparecería en cierta enciclopedia china.[2] Plantea una paradoja que hace de todo intento de clasificación algo que siempre tiene su lado de absurdidad. Los rasgos para clasificar a los seres pueden ser cualesquiera, pero siempre cada uno estará marcado por su diferencia binaria con otro. Y dentro de la clasificación están también los que están "incluidos en esta clasificación", lo que sin duda implica que también habría que tener en cuenta a los "no incluidos en esta clasificación". No hay modo de establecer un sistema de clasificación fuera de este binarismo fundamental. El mundo trans y el mundo queer viven, de algún modo, en esta paradoja.

He citado a Michel Foucault y se trata precisamente de esto: la clasificación es uno de los principios del ejercicio del poder. El poder funciona fundamentalmente clasificando a los seres hablantes en identidades binarias. Y el poder más sutil es el que opera de manera implícita en la propia autoclasificación, incluso cuando se trata de una autodefinición de género. La teoría del género supone muchas veces que esta autodefinición es posible y que debe ser respetada, incluso defendida legalmente, también cuando se trata de un sujeto que no ha llegado a la pubertad, cuando todo esto, la identificación sexuada, debe reescribirse de arriba abajo. Pero no hay nada tan confuso como la propia distinción entre sexo, identificación sexuada y género.

Esta problemática viene de lejos. En realidad, los estudios de género, como los estudios sobre el feminismo, toman como referencia, ya sea para aceptarla o criticarla, la figura de un psicoanalista que se llamaba Robert Stoller, quien a finales de los años sesenta hizo esta diferencia entre sexo y género en su libro Sex and Gender. El término gender fue el que dio origen a la teoría de géneros que ahora conocemos en distintas versiones. Stoller había introducido esta diferencia en el Congreso Psicoanalítico Internacional en Estocolmo de 1963 buscando una palabra para poder diagnosticar a aquellas personas que, aunque tenían un cuerpo de sexo masculino, se sentían de género femenino. Y allí empezó esta problemática que ahora volvemos a encontrar en las teorías transgénero y queer. Al revés de lo que dijo un día Freud, contradiciéndose a sí mismo, la anatomía no es el destino de la identificación sexuada en el ser humano. Freud mismo se dio cuenta muy pronto de que el sexo anatómico no dice ni determina cuál será el género con el que se identificará el sujeto en su vida. Siempre hay un gap, una diferencia fundamental. Freud sostenía que, en realidad, no hay una inscripción de la diferencia de los sexos en el inconsciente, que para el inconsciente solo existe un sexo. El problema es saber cuál. Dicho de otra manera: nadie nace hombre o mujer, las identificaciones sexuadas se construyen a través de un complejo recorrido, con caminos que se entrecruzan, pero que siempre pasan por un vínculo con el otro. El camino de la identificación sexuada pasa necesariamente por el campo del Otro, el lugar de lo simbólico donde se juegan los significantes de la elección. No hay modo de acceder a una identificación sexuada si no es a través del vínculo con el Otro, con la imagen del otro en primer lugar. Que la mujer y lo femenino hayan ocupado de distintas maneras este lugar del Otro en todas las culturas es algo sobre lo que hay que preguntarse. Y la respuesta no parece encontrarse en un relativismo cultural.

La pregunta es cómo podemos definir hoy lo femenino dentro de una lógica de la diferencia que es la que ordena el mundo de los géneros, por mucho que los multipliquemos. La lógica de la diferencia sigue funcionando igualmente, aunque no sea con el binarismo hombre-mujer.

Debemos recordar que la Ilustración, que es el principio histórico de la modernidad en el llamado siglo de las luces, el siglo también del nacimiento de la ciencia moderna, vio nacer lo que se dio en llamar, en ese momento, los Derechos Universales del Hombre. Lo que quería decir que las mujeres quedaban fuera de estos derechos universales, lisa y llanamente. Hay que recordar que Olympe de Gouges fue la primera mujer, un antecedente de los movimientos feministas, que sin poder salir de la lógica binaria ‒y ese era el gran problema‒, propuso establecer una Declaración de los Derechos Universales de la Mujer. La pasaron por la guillotina. La Modernidad y la Ilustración, el mundo que conocemos actualmente como el mundo contemporáneo, se fundó en una exclusión de la singularidad femenina, se fundó en un universal que dejaba fuera a la singularidad femenina. No fue hasta bien entrado el siglo XX cuando se cambió esta denominación para hablar de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Eso fue en el año 1948, y recién en 1976, es decir anteayer, se convirtió en una Ley de Derecho Universal reconocida como tal, incluyendo aquello que de la Ilustración había quedado excluido en los Derechos Universales del Hombre. No es nada seguro que con eso se pueda dar cuenta de la singularidad de lo femenino. Tal vez estemos todavía demasiado cerca de este momento para ver qué lógica introduce la pregunta por lo femenino como lo singular que hace objeción a la lógica de los universales en el ser humano, a la lógica que se funda en la presencia y la ausencia de un elemento que configura los conjuntos universales. Incluso cuando decimos "todos los seres humanos" dejamos fuera esta singularidad que habita en cada ser humano.

Lacan se interesó especialmente en este asunto desde la perspectiva de un problema lógico. En realidad, lo que estamos abordando tiene que ver con un problema de lógica, de lógica de conjuntos. Puedo construir conjuntos universales a partir de un rasgo definiendo qué elementos están dentro y a partir de la exclusión de un elemento que no tiene ese rasgo. De nuevo estamos en la lógica falo-castración, 1-0. Y puedo definir los Derechos Universales del Hombre en la medida en que dejo un elemento fuera de este conjunto que no cumple la condición de este rasgo. Lacan situó esta lógica fálica del lado masculino y es también la lógica del poder fálico; es por ello que introdujo la necesidad de pensar el inconsciente y el sujeto freudiano con una lógica que no funciona con la diferencia binaria, sino que funciona, como señalaba Lacan, con la lógica del uno por uno, donde no podemos establecer un conjunto cerrado de entrada. En esta nueva lógica no podemos funcionar con el par 1-0 ni constituir un conjunto definido por un rasgo que sirva para todos sus elementos incluidos en él. Debo considerar entonces cada elemento en su singularidad. Y es por ello que Lacan decía que "La mujer" como universal no existe, solo existe una mujer, otra mujer… una por una por una… y eso no hará nunca un conjunto universal que podamos definir y cerrar con un rasgo determinado. Es una de las claves de la enseñanza de Lacan para entender algo de este asunto: del lado femenino se introduce una lógica que rompe con la lógica de los universales de las identificaciones, donde cada elemento está seguro de pertenecer a su conjunto.

Desde el lado de la lógica femenina, nunca estamos seguros de la identidad de cada elemento, tampoco de su identificación en un conjunto. Por esto tampoco puedo estar tan seguro de ser un hombre, si lo considero desde el lado femenino. Y, volvemos a la "bisexualidad" freudiana, lo femenino habita en cada ser humano. Los analistas lacanianos siempre repetimos la necesidad de seguir la lógica del uno por uno que impide construir conjuntos cerrados. Lacan se dirigió a la lógica de los llamados "conjuntos abiertos", es decir, los conjuntos que no pueden definirse por un rasgo para todos los elementos que los incluye. La lógica también considera secuencias de elementos sin una ley interna, secuencias en las que no puedo saber, a partir de los elementos anteriores, qué elemento será el siguiente. Cada elemento tiene que inventarse a sí mismo, sin una ley previa.

Freud intuyó este asunto, pero cuando se encontró con esta problemática declaró de manera explícita que se encontraba con "un continente negro". El continente de lo femenino es un continente negro, una terra incognita. Los analistas post freudianos derivaron hacia una posición muy falocéntrica. Fue Lacan quien ‒después de un largo recorrido con algunas vueltas‒, en los años 60-70 introdujo otra lógica de lo femenino, que no se funda en una lógica de la diferencia relativa con lo masculino.

Tanto es así, que es difícil fundar una identidad sexual única. Dicho de otra manera, todos estamos sometidos a un movimiento transgénero en nuestra vida. Es algo que escuchamos en los divanes. No he escuchado todavía un sujeto que esté absolutamente seguro de su identidad sexual. La sexualidad misma introduce algo del orden de lo no representable, algo de un orden que nos divide necesariamente.

Ni él es él, ni ella es ella

Cuando hablamos del goce sexual, hay un punto que nos sobrepasa y que no podemos representarnos en términos significantes, tampoco en términos de género. Lo sexual se presenta para cada sujeto como una alteridad irreductible. Y parece que es algo que algunas mujeres saben mejor que los hombres. Una mujer, bailadora de tango, me decía que cuando una mujer baila, a diferencia del hombre que baila con una mujer, baila el tango con ella misma, con su propio enigma. Es una buena manera de abordar lo no representable de lo femenino del lado de una mujer.

Una vez llegados a este punto, la sexualidad se transforma en algo más complicado de definir en el campo de las identidades y los géneros. Lacan toma muy temprano en sus seminarios un ejemplo interesante para entender que la cuestión de la heterosexualidad y de la homosexualidad es más compleja de lo que se entiende habitualmente. Es el caso de un escritor, Marcel Proust, y su A la búsqueda del tiempo perdido. Proust es un buen ejemplo de alguien que puede tener una relación homosexual con alguien del otro sexo, es decir, con una mujer. Si se lee a Proust bajo esa perspectiva se entienden muchas cosas. Quiere decir que lo que define la posición sexuada no es el objeto con el que el sujeto cree tener una relación. No es el objeto el que define nuestra identidad sexual.

Cuando los analistas hablamos, por ejemplo, de una elección de objeto homosexual es algo que puede ser equívoco. ¿Se trata de una elección homosexual de objeto o de una elección de objeto homosexual? Si pongo el acento en el objeto, es la elección de un hombre que ha escogido como pareja a un hombre. Pero no funcionamos así en realidad. Para el psicoanálisis, más bien hay que hablar de "elección homo o heterosexual", sea cual sea el otro de la elección. Lo que define lo hetero o lo homo es la posición del sujeto con respecto al otro, a la alteridad del sexo como tal. Lacan recurre a Proust para dar un ejemplo de alguien que, si bien se declara enamorado de las mujeres, mantiene una relación homosexual con ellas.

Es posible para un hombre elegir una relación homosexual con alguien del género opuesto. Freud ya hablaba de dos tipos de elección posible, la que llamaba elección narcisista y la elección anaclítica. Para resumir: o bien elijo a alguien según mi propia imagen, o bien, según la alteridad, a partir de aquello que no se reduce a mi propia imagen. Es un binarismo que podemos conservar en psicoanálisis: o bien se elige según lo que se parece a uno y rechazamos la alteridad ‒es el principio del racismo‒, o bien, según lo que es Otro para Uno mismo. Hay hombres que llegan a la violencia contra las mujeres por la primera vía, por una vía que podemos calificar también como homo, en el sentido de homogéneo a la propia imagen. Es una elección homo-género, por decirlo así. Pero también existen los pasajes al acto de violencia de hombres contra los homosexuales, que pueden también encarnar lo Otro. Lacan hacía un juego de palabras entre lo homo y lo homogéneo con la propia imagen. El límite del rechazo de lo Otro puede ser el pasaje al acto violento, que desgraciadamente, es un tema de actualidad, aunque de hecho, siempre lo ha sido. Una elección fundada en lo hetero permite otro vínculo con el Otro, con lo ajeno, con aquello que no es igual a uno mismo y que introduce lo femenino en la lógica fálica.

Freud decía que los antiguos tenían esto más claro. Los griegos, por ejemplo ‒lo dice en una nota a pie de página a su famoso texto "Tres ensayos para una teoría sexual"‒, daban más importancia a la pulsión que al objeto y definían la posición sexual no tanto por la naturaleza del objeto, más o menos parecida a su imagen, sino por la pulsión, por el deseo como tal. Y añade que la modernidad ha dado demasiada importancia a la imagen del objeto en detrimento del deseo y de la pulsión del sujeto. Dicho de otra manera, hacemos elecciones sexuales más por el valor que damos al objeto, en tanto se parece a lo que nosotros somos, en tanto se parece a los ideales de la época, etc., que al deseo, que por definición es siempre extraño, es siempre queer, es siempre algo singular, es algo fuera de la norma por definición.

Freud lo entendió muy bien, aunque no pudo darle la formulación que luego le dio Lacan. Lacan lo llevará más lejos hasta sostener lo siguiente: "Llamemos heterosexual, por definición, a aquello que ama a las mujeres, cualquiera que sea su propio sexo. Así será más claro".[3] Puede parecer un poco extraño porque rompe toda la lógica de géneros posibles. Finalmente, si debemos hablar de amor, se trata de un amor por lo hetero, por lo más Otro, por lo más singular, por aquello que escapa a cualquier asimilación a la lógica de la diferencia relativa.

Les había traído dos pequeñas viñetas para hablar de eso. Una es el texto de una escritora que seguramente conocen, Isak Dinesen, la autora de Memorias de África, y es un cuento que se llama "La página en blanco". Es uno de los mejores relatos sobre lo femenino como aquello que está más allá de cualquier lógica de los géneros. Finalmente, Isak Dinesen muestra que no hay definición posible de la feminidad, que lo femenino es una página en blanco en la historia occidental que se resiste a ser escrita, pero que es la que permite que algo se escriba cada vez, porque sin página en blanco no podemos escribir nada. Es un cuento precioso que recomiendo para entender qué es lo femenino más allá de los géneros.

Y, para hacer honor a estos días de Carnaval, hay otra pequeña viñeta de un autor que a Lacan le gustaba mucho, Alphonse Allais, un autor de finales del siglo XIX. Es una pequeña obra de teatro que se llama Un drama muy parisino, donde pone en escena la mascarada de los sexos hasta el punto en que lo femenino lleva a cada sujeto a la no identidad consigo mismo, a la imposibilidad de identificarse con un género de una manera estable y continua. Es una historia muy simple de una pareja, de un feliz desencuentro de cada uno con su pareja. Un hombre y una mujer están celosos el uno de la otra, la otra del uno, cosa que suele ser la norma cotidiana en la vida de los sexos. Cada uno recibe un mensaje con una cita secreta, es un mensaje anónimo, a un baile de disfraces. Cada uno, para verificar sus celos, irá al baile para ver si realmente el otro acudirá allá para serle infiel. Cada uno lo hace sin que el otro sepa quién está enviando este mensaje. Se citan los dos sin saberlo al mismo baile de disfraces. La obra tiene todo su encanto, precisamente, porque cada uno va a ir disfrazado a ese baile sin saber que se va a encontrar con el Otro, con la Otra en realidad. Ella va disfrazada de piragua congolesa y él va disfrazado de templario de finales de siglo. Se encuentran, bailan, se gustan y después van a un salón privado para cenar y conversar. Es el momento de la verdad. Es el momento en que caen las máscaras, donde cada uno deja caer la máscara de su identidad de género. Caen las máscaras y ¡sorpresa!, la obra termina de esta manera: él no era él, ella no era ella. Es un final absolutamente sorprendente porque uno se imagina que se van a encontrar y se van a reconocer. Pues no, cuando caen las máscaras, ni él es él ni ella es ella. Y una vez ahí es cuando se enamoran realmente, más allá de toda la mascarada imaginaria de los géneros. Allí se encuentran y, como como dice Alphonse Allais, "fueron felices y comieron perdices". Han pasado por el lugar del más absoluto desconocimiento, del otro y de uno mismo. Cuando cae la máscara, cada uno se da cuenta de que el otro no es el que esperaba, pero también la imagen de uno mismo queda totalmente fuera de juego, cada uno queda dividido. Es lo que Lacan llama un sujeto dividido, dividido ante su goce, ante lo femenino de la alteridad radical. Ahí no hay ya identidad posible del sujeto consigo mismo.

Hay una versión más moderna de esta historia que apareció no hace mucho en los periódicos. Podríamos llamarla "un drama muy bosnio". Apareció primero en el Daily Telegraph. Eran también una pareja, un hombre y una mujer, cada uno quería flirtear con otro por un chat de internet. El hombre flirteaba con una mujer y la mujer con un hombre a través de una de estas aplicaciones actuales donde cada uno se esconde y se muestra, a la vez, con lo que llaman un "avatar". Ella se hacía llamar Sweety ‒Dulce‒ y él se hacía llamar Prince of Joy ‒Príncipe de la alegría, del goce‒. Después de un tiempo de relación virtual se decidieron finalmente a fijar la tan ansiada cita. Y llega entonces el final de su baile de máscaras, su hora de la verdad. Y ¡sorpresa!: él era él, ella era ella. Es decir, cada uno de los dos había sido infiel con su propia pareja. La cosa terminó fatal, en un juicio a muerte acusando cada uno al otro de la infidelidad consigo mismo. Parece ridículo, caricaturesco, pero nos indica hasta qué punto el narcisismo del amor puede ser una locura que no permite abordar a la alteridad del amor como tal. Es un ejemplo tan loco como lógico, si seguimos la perspectiva narcisista.

Lo inconsciente, femenino

¿Qué podemos decir, entonces, de la diferencia clásica entre lo masculino y lo femenino después de este baile de máscaras y de la introducción de lo femenino como aquello que rompe toda lógica de la diferencia relativa entre hombres y mujeres? En primer lugar, que hay que considerar lo femenino más allá de la diferencia orgánica y biológica que se demuestra cada vez más inadecuada para tratar la diferencia sexual. A principios de este siglo Anne Fausto Sterling, bióloga y genetista, puso en cuestión la diferencia masculino-femenino, indicando que hay al menos cinco asignaciones posibles de sexo desde la perspectiva genética. Es una autora que ha sido también citada por los estudios de género. Pero, más allá de la multiplicación de los géneros, más allá de los roles sociales, de las mascaradas, de los avatares, como los llamamos ahora en internet, lo femenino rompe siempre esta lógica de la diferencia relativa y del binarismo.

Freud supo escuchar esta objeción de lo femenino que está en el origen del psicoanálisis. Y, aunque no pudo formularla de manera adecuada, hay que decir que fue el primero que escuchó en la sociedad victoriana, profundamente machista y patriarcal, el lugar de lo femenino, aunque él sea tenido a veces por un misógino. Recuerdo una entrevista en El País en la que una periodista me preguntó: "Freud, ¿no era un misógino?" Respondí que sí, como todo bicho viviente en la sociedad victoriana del siglo XIX y del XX, el machismo sigue siendo algo que está incluido en la sociedad. Pero Freud, añadí, fue un misógino contrariado, así como se habla de los zurdos contrariados, que tienen que hacer una operación contraria a la propia inercia. Freud supo ser un misógino contrariado y pudo escuchar la alteridad de lo femenino para darle lugar en el discurso y abrir este espacio de lo no fálico en la sexualidad.

Fue Lacan quien pudo adentrarse en este espacio para formular lo que llamamos "formas de goce", posiciones que no se pueden ordenar siguiendo solamente la lógica fálica ordenada por la función paterna. Las posiciones de goce no pueden entenderse ni como complementarias ni como simétricas, macho-hembra, hombre-mujer, ni tampoco como recíprocas. El goce nunca será recíproco. Y abrió ese espacio entre el 1 y el 0 donde insiste una forma de infinitud, donde hay que considerar a cada elemento uno por uno. Esta es la lógica de lo femenino para Lacan, una lógica no fálica donde se abre una infinitud de puntos posibles. Es, sobre todo, una lógica no segregativa porque en este espacio nunca podemos dejar un elemento segregado del conjunto, como sí ocurre en una lógica fálica del tipo 1/0. La lógica de lo femenino agujerea la lógica fálica, la descompleta, aunque de hecho también la hace posible. Es la lógica de lo singular, de lo desviado sin referencia a la norma, es una lógica queer. Lo femenino, desde esta perspectiva y desde esta lógica psicoanalítica es, de hecho, lo que hoy se nos presenta como la alteridad irreductible, como lo Otro por definición que tiende a ser segregado por la propia naturaleza del discurso.

Por eso podía decirle también, a aquella periodista, que lo inconsciente, que es para cada uno de nosotros lo más Otro, lo que nos divide en nuestra aparente identidad es, por definición, femenino. Lo inconsciente, como lo femenino más allá de los géneros, es la alteridad radical que habita en cada uno de nosotros. Y solo desde este lugar de lo femenino podemos tratar aquello que es lo más singular de cada sujeto que tiende a ser segregado por cada discurso, también el contemporáneo.

Conferencia pronunciada en el San Telmo Museo de Donostia el 21 de febrero de 2020. Seminario del Campo Freudiano de San Sebastián, 2021.

Texto revisado por el autor
Transcripción: Virtualia

NOTAS

  1. Lacan, J. "La agresividad en psicoanálisis", Escritos 1, Siglo XXI, México, 1984, p. 110.
  2. "Los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas". Borges, J. L., "El idioma analítico de John Wilkins", Otras inquisiciones, Emecé Editores, Buenos Aires, 1960, p. 142.
  3. Lacan, J., "El atolondradicho", Otros escritos, Paidós, Buenos Aires, 2012, p. 491.