Julio 2002 • Año II
#6
Destacados

El revés del trauma

Eric Laurent

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Andrés Labaké
M.M.Q. 30 M.A.
Acrílicos sobre tela
200x200 cm.
1999

Asistimos a una descripción científica del mundo a partir del trauma. Lo que desborda en la cultura de la causalidad programada es llamado el “escándalo del trauma”. Esta generalización del término hace necesario volver a situar el concepto en la historia del psicoanálisis, releer las metáforas con las que Freud lo pensó, agregarle su topología, para darle un lugar de piedra de toque. También es fundamental situar la originalidad del discurso analítico para dar tratamiento a la “civilización del trauma”.

Estas jornadas* han sido pensadas luego del 11 de septiembre y del traumatismo creado por el espantoso atentado suicida. ¿Quién habría podido sospechar que las mismas iban a llevarse a cabo una semana después de un verdadero traumatismo en la vida política francesa? El resultado de la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas, donde un representante de la extrema derecha eliminó al representante de la izquierda del gobierno puede, en efecto, ser catalogada en esta categoría de acontecimientos. En principio, porque el acontecimiento y su alcance exceden los comentarios que intentan dar cuenta del mismo. Los comentarios políticos y las “clases hablantes”* en general, intentan reducir el sin sentido producido por esta nominación, pero el hecho resiste, verdadero agujero en el discurso político francés.

 

La generalización del trauma

El sentido clásico ha sido especialmente extendido, más allá de los límites recibidos hasta entonces, en los años 80. La extensión del término se justifica por un fenómeno que se sitúa en interfaz entre la descripción científica del mundo y un fenómeno cultural que lo excede.

A medida que la ciencia avanza en su descripción de cada una de nuestras determinaciones objetivas, desde la programación genética hasta la programación del medio circundante, pasando por el cálculo cada vez más preciso de los riesgos posibles, la ciencia hace existir una causalidad programada. El mundo, más que un reloj, aparece como un programa de computadora. Es nuestra manera actual de leer el libro de Dios. A medida que solo esta causalidad es recibida, surge el escándalo del trauma que, él, escapa a toda programación. A medida que nos beneficiamos de una mejor descripción científica del mundo, es que toman consistencia el síndrome de stress post-traumático, ligado a la irrupción de una causa no programable, y la tendencia a describir el mundo a partir del trauma. Todo lo que no es programable deviene trauma. Llega hasta el punto que, por ejemplo, en conferencias de la OMS, asistimos a proposiciones que apuntan a considerar la sexualidad misma, como un post-traumatic stress disorder. Nuestro cuerpo no está hecho para ser sexuado, como lo muestra el hecho de que los hombres y las mujeres se comportan mucho menos bien que los animales. De ello se deduce un trauma indiscutible ligado al sexo. Podemos entonces describir la sexuación entera como una difícil reacción al trauma. Es un esfuerzo entre otros para reabsorber la descripción del funcionamiento del body o de la mind, según un único modelo, el de la causalidad programada y de la irrupción de la contingencia sorprendente.

Es paradójico, podríamos decir, pedir a un psicoanalista hablar de las consecuencias del trauma, ya que el psicoanálisis freudiano está precisamente fundado en el abandono de la teoría del trauma de seducción. Durante dos años de su vida, entre 1895 y 1897, Freud pensó, en efecto, poder reducir la sexualidad a un trauma. Luego abandonó esta teoría y pensó que es en la sexualidad como tal que había que encontrar la causa necesaria del malestar en la sexualidad, y no en la contingencia.

Veinticinco años más tarde, después de la Primera Guerra mundial, es que Freud dio un sentido nuevo a los accidentes traumáticos y a las patologías que les sucedían. Hace de estos casos entonces, un ejemplo del fracaso del principio del placer y uno de los fundamentos de la hipótesis de la pulsión de muerte. El síndrome traumático de guerra, ya sea su definición psicoanalítica o no, está caracterizado por un núcleo constante: Durante largos períodos y sin ningún remedio, sueños repetitivos que reproducen la escena traumática provocan despertares angustiosos. Estos sueños contrastan con una actividad de vigilia que, ella, puede no ser dañada.

Freud hubo de conocer estos síndromes, pues fue consultado como experto durante la guerra y también después, tomando partido contra los métodos utilizados por la psiquiatría alemana de la época para tratar a los traumatizados. El “tratamiento” consistía en la aplicación de shocks eléctricos completado por la sugestión autoritaria para forzar a los soldados a volver al frente con un encuadre muy ajustado. Los métodos franceses e ingleses, diferentes, eran más flexibles.

La Segunda Guerra mundial continuó la tendencia liberal del tratamiento de las neurosis de guerra, pero fue sobre todo después de la guerra de Vietnam que cambió la concepción del tratamiento del trauma en psiquiatría. No es sino en 1979 que los veteranos son recensados, evaluados, insertados en programas de rehabilitación y que la sociedad americana se reconcilia con estos soldados traumatizados. Los psiquiatras americanos son ampliamente movilizados en torno de este problema reconsiderando a favor el concepto de stress y la particularidad de la reacción que engendra. Es la importancia de la movilización de los psiquiatras y psicólogos americanos sobre el tema social de la reinserción, que hace salir el trauma del círculo estrecho de la psiquiatría militar, para volverse una perspectiva general de aproximación de los fenómenos clínicos ligados a las catástrofes individuales o colectivas de la vida social.

El segundo factor que trae la extensión del síndrome es la patología propia de las megalópolis de la segunda mitad del siglo XX. Las megalópolis actuaron en un doble registro. Por una parte, engendraron un espacio social marcado por un efecto de irrealidad. El admirable pensador alemán Walter Benjamin llamaba a este efecto “el mundo de la alegoría” propio de la gran ciudad donde el reino de la mercancía, de la publicidad del signo, sumerge al sujeto en un mundo artificial, en una metáfora de la vida. Los medios y la televisión han generalizado este sentimiento de irrealidad, de virtualidad. La ciudad global corre el riesgo siempre de representarse como una galería vendedora de megalópolis virtual.

Por otra parte, el lugar de lo artificial es el lugar de la agresión, de la violencia urbana, de la agresión sexual, del terrorismo, etc.

Es en los Estados Unidos que en principio los grupos feministas han querido hacer reconocer la violación como un trauma, no más como un delito del derecho común, sino como un crimen clínico, que acarrea consecuencias subjetivas de gran duración. Han reclamado, entonces, reparaciones más importantes y sanciones más grandes de parte de los tribunales.

Ciertas categorías profesionales han pedido también compensación por el stress que padecieron. Por una suerte de mueca de la historia, el sindicato de conductores de trenes alemanes pidió compensación por el stress producido por el hecho que Alemania es el país de Europa donde más se suicidan tirándose bajo los trenes (un suicidio cada cinco minutos).

Digo mueca de la historia porque no olvidemos, en este fenómeno, la importancia de la reflexión sobre las secuelas de los campos de concentración. Los psiquiatras que se han ocupado de los sobrevivientes, en efecto descubrieron el “síndrome de culpabilidad del sobreviviente”, con fenómenos comparables a los de los traumas de guerra: ansiedad y depresión, asociados con problemas somáticos variados. A partir de una experiencia de encuentro con la muerte que desafía toda razón se producen fenómenos parecidos.

Dos factores participan entonces en la extensión de la clínica del trauma. Por una parte, la experiencia psiquiátrica de los traumas de guerra en los países democráticos, es decir en los países donde no se abandona a sus ciudadanos. En este aspecto, las nuevas definiciones de las misiones de “conservar la paz”, la extensión del rol “humanitario” de los ejércitos, especialmente europeos, acentúan esta experiencia. Un film como Warriors popularizó el trauma de guerra en las operaciones de conservar la paz. Por otra parte, el tomar en cuenta la patología civil del trauma extiende la definición de la experiencia traumática a aquella que comporta el encuentro con un riesgo importante para la seguridad o la salud del sujeto. La lista de los peligros mezcla catástrofe técnica, accidente individual o colectivo, agresión individual o atentado, guerra y violación.

Hemos aprendido por un seguimiento más en profundidad de los casos que, contrariamente a lo que pensaba Freud en 1918, el hecho de haber sido herido físicamente no protege de una neurosis traumática. El 80% de los heridos graves en caso de atentados presentan, y hasta mucho tiempo después del acontecimiento, síndromes de repetición, problemas fóbicos o depresivos.

Igualmente, hemos aprendido que los niños pueden perfectamente conocer problemas similares a los presentados por los adultos. Finalmente, hemos aprendido que allí, como en otros fenómenos mórbidos, las mujeres revelan ser, lejos, más sólidas que los hombres.

 

La energía del trauma

En 1895, Freud en principio anudó el núcleo de la neurosis y el síndrome de la repetición. Menciona en su descripción de la histeria de angustia, el despertar nocturno seguido a un síndrome de repetición con pesadillas. No es sino después del aislamiento del puro instinto de muerte que él separará los sueños de repetición y la histeria, y hablará, en el síndrome de repetición traumática, de un fracaso de la repetición neurótica, de un fracaso de las defensas, de un fracaso de la barrera para-excitación.

La cuestión es la de saber cómo releer ahora estas metáforas energéticas freudianas. La cuestión del trauma constituye de alguna manera una piedra de toque. Tiene el aire, en efecto, de ser por excelencia el lugar de la energía, de la cantidad de efracción.

En 1926, cuando modifica el sentido del “trauma de nacimiento” de su antiguo alumno Otto Rank, Freud trae las concepciones energéticas que precedentemente había encarado para ocasiones de angustia ante pérdidas esenciales. Freud distingue la angustia sentida en el momento de nacer y la que surge, propiamente hablando, del trauma de la pérdida del objeto materno. Freud osa hacer de la pérdida necesaria de la madre, el modelo de todos los otros traumas. Es sobre este fondo que es necesario entender el aforismo que figura en un texto casi contemporáneo, el texto sobre “La negación” de 1925, donde el objeto no ha de ser encontrado sino siempre “reencontrado”, siempre encontrado sobre el fondo de una pérdida fundamental.

Lacan retradujo el inconsciente freudiano y la pérdida fundamental que le es central, en los términos del pensamiento del siglo XX, al que pudimos llamar el siglo del “giro lingüístico”. En el curso de este siglo XX, tradiciones filosóficas diferentes, Frege, Russell, Husserl, etc., pusieron el acento sobre el drama que hace que no podamos salir del lenguaje una vez que estamos allí. Es lo que enuncia el primer Wittgenstein en su tesis pesimista según la cual la filosofía sólo puede demostrar tautologías y que el mundo no puede “mostrarse” más que a través de otros discursos: la estética, la moral, la religión.

Lacan mostró que la tesis de Freud puede formularse así: venimos al mundo con un parásito que él nombra el inconsciente. En el momento mismo en que aprendemos a hablar, hacemos la experiencia de algo que vive de otra manera que el viviente, que es el lenguaje y las significaciones. Es en el mismo movimiento en el que comunicamos nuestras experiencias libidinales, que hacemos el descubrimiento de los límites de esa comunicación: el hecho de que el lenguaje es un muro. Si no estamos demasiado aplastados por el malentendido, llegamos entonces a hablar; pero, entonces, hacemos la experiencia de que no saldremos más del lenguaje.

En el borde del sistema del lenguaje un cierto número de fenómenos clínicos dan cuenta de la categoría de lo real. Estos fenómenos están a la vez en el borde y en el corazón de este sistema del lenguaje. El trauma da cuenta de una topología que no es simplemente de interior y exterior. El trauma, la alucinación, la experiencia de goce perverso son fenómenos que, se puede decir, tocan lo real. La neurosis también experimenta momentos de angustia que le dan una idea de esos fenómenos y la arrancan de su tendencia a considerar la vida como un sueño.

En este sentido, la extensión de la clínica del trauma en las clasificaciones psiquiátricas es la consecuencia lógica de la extensión de la descripción lingüística del mundo, ya sea en los modelos científicos o su extensión más o menos justificada en las neurociencias. Pero la verdadera cuestión que se plantea es la del lugar lógico del trauma, en los diferentes modelos que nos son propuestos.

 

Los dos lugares del trauma

La cuestión del trauma es justamente una cuestión de interior y exterior, pero las relaciones de estas dimensiones son complejas, como lo muestran muchos textos de Freud, además de “La negación”.

Lacan, desde 1953 propone, para tomar esto en cuenta, inscribir el lenguaje en un espacio cerrado particular: el toro. “Al querer dar una representación intuitiva, parece que más que a la superficialidad de una zona, es a la forma tridimensional de un toro que habría que recurrir, en tanto que su exterioridad periférica y su exterioridad central no constituyen sino una sola región.”

Este modelo presenta la particularidad de designar un interior que está también en el exterior. Interesa profundamente la concepción del espacio en general. Las reflexiones sobre la topología nos permiten ir hacia “la liberación progresiva de la noción de distancia en geometría” y además de “distancia” psíquica con relación a un trauma. El toro es la forma del espacio más simple que incluye un agujero.

En un primer sentido, entonces, el trauma es un agujero en el interior de lo simbólico. Lo simbólico es acá planteado como el sistema de las Vorstellungen a través de las cuales el sujeto quiere reencontrar la presencia de un real. Lo simbólico incluye el síntoma en su envoltura formal y también lo que no llega a hacer síntoma, este punto de real que queda exterior a una representación simbólica, ya sea síntoma o fantasma inconsciente. Permite figurar lo real en “exclusión interna a lo simbólico”. “El síntoma puede aparecer como un enunciado repetitivo sobre lo real (…). El sujeto no puede responder a lo real si no es haciendo un síntoma. El síntoma es la respuesta del sujeto a lo traumático de lo real”. Este punto de real, imposible de reabsorber en lo simbólico, es la angustia entendida en un sentido generalizado que incluye la angustia traumática.

El tratamiento que se deduce de este modelo es este: es caso de trauma, hay que lograr dar sentido a lo que no lo tiene. Es el tratamiento por el sentido. El psicoanálisis se inscribe entonces, con otras psicoterapias en una voluntad de no limitar el trauma a un fuera de sentido cuantitativo. Considera que, en el accidente más contingente, la restitución del trauma del sentido, de la inscripción del trauma en la particularidad inconsciente del sujeto, fantasma y síntoma, es curativo.

En esta perspectiva, el psicoanalista es un dador de sentido. Cuida, haciéndose una suerte de “héroe hermenéutico” de la comunidad de discurso de la que procede. Como psicoterapeuta, es el que reintegra al sujeto en los diferentes discursos de los que ha sido apartado. Puede serle necesario, como terapeuta, el reanudar al sujeto al discurso de la ley, de la escuela. Son las diferentes figuras del discurso del amo que vienen en oposición al fuera de sentido al sujeto después del impacto inicial. Es por allí que el sujeto puede reconciliarse con el desorden del mundo.

El psicoanálisis se apoya ahí sobre el inconsciente como un dispositivo que produce sentido libidinal. Esto supone desconfiar de la inscripción del sujeto en grandes categorías anónimas y preservar su particularidad. Esta aproximación se aleja entonces de Alcoholics Anonymous. No desconoce, sin embargo, la importancia del lazo con el grupo y puede darle su lugar, por ejemplo, por el tratamiento en grupo de traumatizados por tal catástrofe aérea, de tal atentado específico, de tal guerra, etc. El reconocimiento de un trauma particular, propio de cada uno, es un medio de producir un reconocimiento y entonces, un sentido. Esto supone también mantenerse a distancia de las psicoterapias autoritarias, del consejo imperativo, de la sugestión. Finalmente, se trata de no hacer de este psicoanálisis aplicado el siervo de la quimioterapia. Puede estar combinado, ciertamente, con un sostén medicamentoso durante el tiempo necesario.

Pero el traumatismo de lo real puede comprenderse en otro “sentido”, el que desarrolla J.-A. Miller en su comentario de la última enseñanza de Lacan. Las relaciones del Otro y del sujeto pueden ser también tomadas al revés. Hay simbólico en lo real, es la estructura del lenguaje, la existencia del lenguaje en el cual está tomado el niño, el baño de lenguaje en el cual cae. Es este sentido, es el lenguaje que es real o, al menos, el lenguaje como parásito fuera de sentido del viviente.

No aprendemos las reglas que componen para nosotros el Otro del lazo social. Seguimos las reglas que aprendemos con otros. El sentido de las reglas se inventa a partir de un punto primordial, fuera de sentido, que es “la atadura” al Otro. Es un punto de vista más próximo al segundo Wittgenstein y a su argumento de constitución de una “comunidad de vidas”, que constituye una pragmática primordial. En esta perspectiva, después de un trauma, hay que reinventar un Otro que no existe más. Hace falta entonces “causar” un sujeto para que reencuentre reglas de vida con un Otro que ha sido perdido. No se reaprende a vivir con un Otro así perdido. Se inventa un camino nuevo causado por el traumatismo. Es más bien por la vía de lo insensato del fantasma y del síntoma que se traza esta vía. Es por lo que excede a todo “sentido” posible en la causa libidinal que esta vía es posible. Así podemos figurar el estatuto del lenguaje en lo real:

Es una vía donde la producción de sentido se separa de toda aproximación “cognitivista”. No se aprende más a vivir después del trauma como se aprende las reglas del lenguaje. Se inventa el Otro del lenguaje superando la angustia de la pérdida de la madre, “causado” por la madre. Más profundamente aún, la inmersión en el lenguaje es traumática porque comporta en su centro una no-relación. La no-relación sexual no es jamás escrita. Queda siempre como una regla que falta inventar, pero que siempre está en falta. Es lo que hace que Lacan haya podido decir que el traumatismo es en última instancia el trauma sexual. Es un sentido muy diferente del que utiliza la OMS para dar cuenta de la sexualidad.

En esta aproximación, el analista ocupa el lugar de la pérdida esencial del objeto. Si puede ayudar a un sujeto a reencontrar la palabra después de un trauma, es que llega a ser él mismo el lugar del trauma. Es en este sentido que Lacan pudo decir que “el analista es traumático”. Es como el lenguaje mismo lo es. Puede ocupar este lugar de lo insensato porque su formación lo llevó a reducir el sentido del síntoma a su núcleo más próximo a una contingencia fuera de sentido. Digamos que él no cree más en el sentido.

El psicoanalista puede entonces calificarse como un trauma “suficientemente bueno”, porque él “empuja” a hablar. ¿Cómo osar enunciar una semejante proposición? Es decir lo mismo que una persona me confió aquí mismo, en Nueva York: el 11 de septiembre tuvo la consecuencia sorprendente de desplazar los límites del discurso. Nos pusimos a hablar con gente con la que no hablábamos y de cosas de las que no hablábamos. Miembros de una familia que se habían tornado desconocidos uno respecto al otro se han reconciliado; se han creado lazos nuevos. En este sentido, el analista es un partenaire que traumatiza el discurso común para autorizar otro discurso, el del inconsciente. No es el analista como “héroe hermenéutico”, es más bien el que sabe que el lenguaje, en su fondo más íntimo, queda fuera de sentido. Sabe que “el lenguaje es un virus” como lo dice el título de una canción de la performing artist Laurie Anderson.

Por la posición que el analista ocupa, es el garante del surgimiento del inconsciente que emerge siempre en su dimensión de ruptura con el sentido establecido. Como Otro discurso, está consagrado a una posición non-sensical, es un partenaire anti-hermenéutico, como los héroes de Rainman o de Forrest-Gump. Es aquél que sabe que el lenguaje funciona como la repetición insensata del “run, Forrest, run! que escande el film, corre con el sujeto contra el sentido.

 

El análisis como narración y el análisis como instalación

El analista sabe así que opera con materiales frágiles. El análisis no es la puesta a punto de la metáfora o del relato de la vida de cada sujeto. No es “el relato que convendría” en el lugar de la historia que no hay, una vez recuperado el dossier perdido bajo la represión. El análisis se parece más bien, en esta perspectiva, a una instalación precaria, como las que encontramos ahora en todos nuestros museos o en ocasión de grandes ceremonias de la comunidad artística que llamamos bienales. Hace poco vi en el Whitney Museum una de estas instalaciones. Se trataba de una sala donde el artista John Leaños había reconstituido una suerte de seudo exposición arqueológica consagrada a la cultura del “Azteclan”. Esta cultura habría estado centrada no sobre el sacrificio sangrante como los antiguos mayas, sino sobre la castración ritual. El título de la instalación era Remembering castration. Es lo que queda cuando la castración no quiere decir más nada trágico para nuestra cultura. Se juega entonces con el pasado de un mundo donde habría existido la significación ritual de una operación tal. La instalación entera es una suerte de frágil operación sobre lo que nos queda de sentido en torno al falo. Más vale concebir el análisis así que como una metáfora narrativa plena de sentido. El analista, en esta segunda posición, se sitúa más allá o no alcanzando una concepción terapéutica del sentido.

En la primera posición, la de una reparación del sentido, el analista es más evidentemente terapeuta. Pero en la segunda posición, percibe el sentido mismo como un objeto peligroso. Pude producir “overdoses” que lo vuelven inoperante. Es así imposible de interpretar más las “arañas” de Louise Bourgeois más de lo que ella mismo lo hizo. Tendrá entonces el analista que medir, para cada sujeto, hasta donde él puede presentar los dos polos de su acción. Depende evidentemente de los “traumas” exteriores que el analizante padeció. Pero es necesario que el analista sepa que no puede reducir su posición a la de un dador de sentido, o a la de aquel que restituye el sentido reprimido.

Con los filósofos del lenguaje y contra las aproximaciones cognitivistas, sabemos que el lenguaje hace otra cosa que codificar una experiencia del viviente. No es un código más en la multiplicación de códigos sensoriales, el código de la visión, de la audición, del afecto, etc. Pero, a diferencia de la aproximación filosófica de la relación intersubjetiva que puede tener un filósofo americano contemporáneo como Donald Davidson, el psicoanalista sabe que no es un “mundo común” y compartido que es la referencia última del lenguaje. Lo que nos es común es más bien la referencia al trauma lenguajero, lo que realmente hace obstáculo a la constitución de un mundo. Lo que es común a toda relación intersubjetiva es la no existencia de relación sexual, falla en la cual vendrán a inscribirse los objetos fragmentados del goce.

Si conjugamos estos dos sentidos del trauma, el trauma es más un proceso que un acontecimiento. Acompaña para siempre al sujeto.

Hay que tener juntos los dos puntos de vista sobre el derecho y el revés del trauma, que escribimos con J.-A. Miller:

Es lo que hace la originalidad del psicoanálisis en el conjunto de las terapias del trauma por la palabra. El recurso generalizado a las psicoterapias post-traumáticas, propias de nuestra civilización nos da nuevos deberes y nuevas responsabilidades. Es la ocasión de hacer oír la singularidad del discurso psicoanalítico en una experiencia clínica compartida. Es aun más necesario porque sabemos del mundo después del 11 de septiembre de 2001, que nos llevará, sin ninguna duda, por nuestra desgracia, a intervenir después de un trauma u otro. Freud nos había dejado el siglo XX con “el malestar en la civilización”. ¿Quizás el siglo XXI nos lleve a hablar más bien de la “civilización y su trauma”?

Traducción: María Inés Negri

NOTAS

* Jornadas realizadas el 27 de abril de 2002 en Nueva York, en la Maisson Franc, donde Eric Laurent dictó esta conferencia.

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