AÑO XVI
Septiembre
2022
41
Factor letal: el discurso de la ciencia y la vida del planeta

El cambio climático como definición del miedo colectivo (y singular)

Sergio Federovisky

Rodrigo Reinoso - Rayon X Diabétique

El cambio climático, cuya evidencia principal es lo que se conoce como calentamiento global mediante una suba sistemática de la temperatura promedio del planeta, es obviamente un problema complejo. Pero antes que nada es un dilema. Y principalmente, un dilema para la sociedad y para sus individuos. Y quizás, como dilema, diste de tener solución real.

Aclaraciones previas: no pretendo hacer de este artículo un "paper" (por eso no encontrarán citas bibliográficas) ni un trabajo de divulgación para que "se entienda" el cambio climático. Simplemente, o no tanto, propongo que nos hagamos preguntas ante algo que parece lejano y, al mismo tiempo, próximo; algo que parece abstruso y, al mismo tiempo, mundano; algo que parece de la ciencia pero sus efectos ‒y sus causas‒ son sociales; algo que parece de la sociedad global pero sacude los temores de cada sujeto; algo que es del presente con raíces hundidas en el pasado pero nos condiciona ‒y cómo‒ el futuro; algo para lo que las respuestas son asertivas pero ineficaces… Algo parecido a un gigantesco fantasma cuya sábana es imposible de asir.

¿De qué hablamos cuando hablamos de cambio climático? Básicamente, de un proceso de desarrollo tecnológico nacido al influjo de la Revolución industrial, que exhibió como "daño colateral" del progreso una inyección permanente y creciente de gases en la atmósfera, resultado principalmente de la combustión de combustibles fósiles. La energía que demanda el progreso se midió a lo largo de doscientos años en hectolitros de petróleo o toneladas de carbón quemados para hacer funcionar máquinas, trenes, barcos, aviones, centrales eléctricas. En una inmensa paradoja de la evolución de la relación sociedad-naturaleza, los gases producidos por la combustión de los combustibles fósiles se acumulan en la atmósfera potenciando de manera negativa un fenómeno de características originalmente positivas, indispensable para la vida: el efecto invernadero. La atmósfera es una capa gaseosa que rodea la Tierra que de no existir la vida sería impensable, dado que mantiene una determinada temperatura que hace posible la existencia. El problema es que los gases producidos "artificialmente" se acumulan por demás y hacen que el efecto invernadero se potencie, se incremente la temperatura promedio y se desate un sinnúmero de desequilibrios climáticos que, por exceso, desafían la permanencia de la vida sobre el planeta.

Fin de la explicación "técnica".

Esa matriz de disfuncionalidad derivada de las necesidades de nuestro progreso desata un escenario de zozobra individual y colectiva. Primera pregunta espontánea y pedestre: ¿podemos hacer algo?

El recordado Ignacio Lewkowicz, en algunas conversaciones que tuvimos hace casi veinte años sobre esta cuestión, mencionaba una idea de Marx respecto de que la humanidad solo se plantea como problema ‒ontológicamente‒ aquellas cuestiones que se pueden resolver. Aquellas cuestiones cuya resolución o abordaje no exhiben una "solución" al alcance de la sociedad, decía Lewkowicz que decía Marx, se presentan como drama, como Apocalipsis, como gigantescos síntomas de angustia, pero no como problemas. El cambio climático, como la pobreza, aparecen en ese registro. Se los enuncia, se los expone, se los analiza, pero quedan en una nebulosa en la que se acumulan aquellos "dramas existenciales" con los que la humanidad debe convivir.

En un plano similar, el politólogo Brian Barry señalaba que el cambio climático ingresa dentro de aquellas cuestiones para las que las vías de resolución son enunciadas con claridad (reemplazar los combustibles fósiles por energías renovables, podría resumirse con cierta ligereza), pero que dada su complejidad y el desafío que suponen a los reales intereses que determinan la estructura económica y social, nunca aparece el sujeto que las resuelva. O sencillamente que las encare.

De ahí deriva una porción de la respuesta a por qué treinta años de negociaciones, acuerdos internacionales y demás compromisos no han tenido más que la frustración como resultado: paradójicamente, o no, en esas tres décadas en las que la comunidad internacional colocó en el tope de su agenda al cambio climático, las emisiones de gases de efecto invernadero han crecido más que nunca. Reducir esas emisiones supone una serie de exigencias que la humanidad ‒o, mejor dicho, quienes detentan el poder de disponer y sostener su disfuncional matriz productiva y económica‒ no está dispuesta a encarar. Modificar los hábitos de consumo, cambiar la estructura de producción y, en consecuencia, debatir los parámetros de dominación económica no aparecen como una "solución" factible. Ergo, el problema deja de ser un problema para convertirse en una consigna. Un dato para contemplar como emergente de ese panorama: el 70% de las emisiones de gases de efecto invernadero son responsabilidad de apenas cien empresas (petroleras o sucedáneos, principalmente) en todo el mundo. Esa concentración obscena es lo que debería discutirse.

Asimismo, puede plantearse que los instrumentos no son los adecuados. La organización metaestatal (Naciones Unidas) que comanda dicha batalla contra el cambio climático, razonaba Raúl Motta, carece de eficacia por "pensar" el dilema desde una lógica de figura estatal que no es capaz de lidiar con la alteración ambiental, no por escala sino por la cualidad de los términos: los países no representan ni por asomo la lógica compleja y sin fronteras del calentamiento global. El planeta, climáticamente hablando, no es la suma de los Estados. Los países representan intereses. Esa organización metaestatal, además, está corroída por la contradicción: quienes la integran, y más aún quienes la conducen, promueven discursivamente conductas que al interior de sus Estados resisten y hasta boicotean. Cuando se señala que para alcanzar estándares deseados de emisión de gases a nivel global los países centrales deben disminuir drásticamente sus niveles de consumo de energía, sus gobernantes saben que eso significa una confrontación interna que no están dispuestos a atravesar.

Lo que subyace, entonces, es que sobre el sistema reinante ‒el capitalismo‒ las respuestas brindadas son inútiles. Es probable que allí radiquen, por ejemplo, dos opiniones que provienen de pensadores de posiciones contrapuestas, pero confluyentes en la descripción de la imposibilidad de abordar este dilema. El economista británico Nicholas Stern calificó a la crisis climática como "el mayor fracaso de mercado de la historia de la humanidad". Su percepción de la condición casi suicida del capitalismo frente al calentamiento global se basaba en la aritmética: mitigar los efectos del cambio climático supone un costo del 1% del PBI mundial, mientras que de no hacerse esa inversión y mantener a la sociedad sobre este tobogán en dirección a un planeta sobrecalentado, el mundo podría sufrir una recesión que consuma el 20% del PBI terráqueo. Allí radica, según Stern, el fracaso del mercado, cuyo axioma –se sabe‒ es la reproducción del capital a lo largo del tiempo. Slavoj Žižek recupera esa cita de Stern para aseverar que la principal amenaza al futuro del capitalismo triunfante, tras la caída del Muro de Berlín, es la catástrofe ecológica.

Todas estas "imposibilidades" para enfrentar un problema que ontológicamente no es problema, más la acechanza de la realidad en forma de desastres cada vez más violentos, agudos y recurrentes, nos conduce a una sensación de anomia o parálisis colectiva e individual. "Reconocer la realidad del creciente cambio climático provoca estragos en el sentido del futuro", dice Ross Gelbspan en su libro Punto de ebullición.

La irrupción del apocalipsis en forma de cambio climático, agrega, conduce "de la emoción por sumergirse intrépidamente en el hedonismo a un profundamente desmoralizador sentido de falta de esperanza y la sensación de que el mandato de fijarnos propósitos que nos guía a lo largo de toda la vida se ha evaporado de pronto".

Y aquí surgen preguntas, que alguna vez de modo muy atrevido de mi parte, me permití compartir con Oscar Zack. Si nos permitimos por un momento la extrapolación audaz e imperfecta de ciertos conceptos desde el psicoanálisis a la sociología y admitimos la presunta existencia de algo llamado "inconsciente colectivo", ¿es posible asociar el daño colectivo que la sociedad se infringe a sí misma a través del cambio climático con los procesos por los que una persona obtiene su goce (no su bienestar) de fenómenos que claramente lo lastiman? ¿Podemos en ese caso hablar de una suerte de "pulsión de muerte" de la humanidad en su conjunto que actúa como si fuese un mero individuo? ¿Cómo, de lo contrario, podemos explicar esta tendencia de la sociedad a consumir aquello y de un modo que la destruye, a gozar de los beneficios de un supuesto progreso que la condena al desastre ambiental? ¿O, para graficarlo más burdamente, de viajar sobre un bólido que inexorablemente se topará con una pared? A esto, ya que estamos, se debe sumar la imposibilidad real de la acción individual como forma de reversión de esta tendencia, más allá de los ineficaces e hipócritas llamados a enfrentar el proceso global del calentamiento global poniendo el aire acondicionado en 24 grados.

Quizás, parafraseando de manera probablemente tosca pero respetuosa al psicoanálisis, se trate de "civilizar" aquella pulsión de muerte de una sociedad (o de su parte dominante) que disfruta de un modo de vida cuya contracara es hacer cada vez más invivible el planeta. Y frente a eso surge aquella frase de Lacan que alguna vez escuché y que seguramente citaré con imperfección y osadía: que renuncie aquel que no tenga en su horizonte la subjetividad de la época.

Este "fin del mundo" que el cambio climático dibuja en nuestro horizonte es sin dudas un componente esencial, inescindible y condicionante de la subjetividad de nuestra época. Y al momento de abordar la búsqueda de alguna respuesta (ya que no una "solución") es un elemento que no se puede soslayar.

* Biólogo y periodista ambiental. Actual viceministro de Ambiente de la Nación (Argentina).