Julio 2003 • Año II
#8
La opinión ilustrada

Reflexiones sobre una caja de cartón

Paul Auster

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Soledades
Madera, telas, cerámica, plástico.
Diana Chorne

Paul Auster nació en 1947 en Nueva Jersey y estudió en la Universidad de Columbia. Tras un breve período como marino de un petrolero, vivió tres años en Francia, donde trabajó como traductor, "negro" literario y cuidador de una finca; desde 1974 reside en Nueva York. Es autor de las siguientes obras: La trilogía de Nueva York (Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada), El país de las últimas cosas, La invención de la soledad, El palacio de la luna, La música del azar, Leviatán, El cuaderno rojo, Mr. Vértigo, Experimentos con la verdad, Tumbuktú, El libro de las ilusiones, Creía que mi padre era Dios y los guiones Smoke & Blue in the face.

 

Paul Auster: un espíritu de la época

Por Alejandra Glaze

Paul Auster nos ha permitido publicar en este número de Virtualia, gracias a la gestión realizada por Lidia López Schavelzon, un breve artículo inédito, en el que analiza desde su lugar de ciudadano "privilegiado", el modo en que el gobierno de EE.UU. impone el American Dream, basado en las leyes de mercado del fin de siglo. Pero este es un tema constante en la obra de Paul Auster,

Para cualquiera que haya leído algunas de sus novelas, ensayos o poesías, es claro que sus personajes habitan una ciudad posmoderna de finales de los '80 y los '90, generalmente Nueva York, donde los principios del capitalismo más feroz se ven confrontados, en sus libros, a un nuevo héroe –o antihéroe, según como se mire–, que más que verse arrastrado por esa música, hace del cálculo, la renuncia, la abstinencia, la mortificación del espíritu y de los sentidos, y finalmente de su propio borramiento como sujeto de esa máquina, una forma de resistencia anónima. Esa posición no se inscribiría exactamente en lo que Freud describió como aquel sujeto que no soporta el dinero y se empobrece una y otra vez para garantizar su estar en deuda permanente, o el que siente que otros tienen que pagar el estar él en este mundo; sino que define al que está dispuesto a "nadificarse" para introducir un hueco en el campo saturado de las mercancías en las sociedades de consumo. Pero tal vez, la austeridad, sobriedad y prudencia a la que se refiere Auster, define un espíritu de época, que seguramente no es el mismo de la Viena imperial de Freud.

Varios de sus personajes podrían ser descriptos, con sus diferentes matices y profundidades, desde esta categoría, y muchos de ellos, pasan gran parte de sus novelas, dentro de una "caja de cartón": Paul Aaron, de Leviatán, Anna Blume de El país de las últimas cosas, Marco Stanley Frogg, el chico universitario de El palacio de la luna –con su decisión de caer lentamente en la indigencia y la soledad luego de la muerte de su tío–, e incluso el propio padre de Auster en La invención de la soledad. Pero elejemplo más cabal de la "nadificación" a la que hacía referencia, es el de Daniel Quinn, de La ciudad de cristal, la primera novela de La trilogía de Nueva York, un escritor prestigioso, que luego de perder a su mujer e hijo, se encierra en su departamento de Brooklin a escribir, usando un seudónimo, novelas de detectives, sin salirse deliberadamente, del corsét de ese género popular, que sólo le aporta el dinero necesario para su subsistencia. Pero a partir de un llamado telefónico de un desconocido, que confundiéndolo con un detective privado, le encarga un caso, Quinn, sin pedir más explicaciones, asume el papel que le han dado, pasando por diferentes momentos, convirtiéndose casi al final, en un vagabundo que vive en una calle sin salida. Auster escribe: "…Quinn aprendió que comer no era necesariamente la solución al problema de la alimentación. Una comida no era más que una frágil defensa contra la inevitabilidad de la siguiente comida […] el mayor peligro, por lo tanto, era comer demasiado. Si tomaba más de lo que debía, aumentaba su apetito para la siguiente comida, y en consecuencia necesitaba más alimento para satisfacerse. Manteniendo una estrecha y constante vigilancia sobre sí mismo, Quinn pudo invertir el proceso gradualmente […] En el mejor de todos los mundos, tal vez habría podido aproximarse al cero absoluto, pero no quería ser excesivamente ambicioso […] Prefirió conservar el ayuno absoluto en su mente como un ideal, un estado de perfección al que podía aspirar pero nunca conseguir …".

En sus historias, los personajes principales, por alguna circunstancia fortuita, han sufrido una pérdida fundamental en sus vidas, ocasionando una seria ruptura de lazos sociales, que en muchos casos se va profundizando a lo largo de la novela. En La ciudad de cristal, la mujer e hijo del protagonista han muerto; en El palacio de la luna, se cuenta la historia de un huérfano extraviado en las contingencias de Nueva York; en La música del azar, el bombero Jim Nashe es abandonado por su mujer, por lo que decide dejar a su hija al cuidado de su hermana, y dedicarse a vagar por las rutas; en Smoke, Paul Sachs es el escritor que también ha perdido a su mujer, y se ve envuelto en una historia que relata los devenires del encuentro entre un padre y su hijo; en Mr. Vértigo, nuevamente otro huérfano, al que el maestro Yehudi intenta convencer que debe irse con él, diciéndole que "no es mejor que un animal, un pedazo de nada humana".

En El país de las últimas cosas, la pérdida de los lazos sociales que recorre la vida de todos sus personajes es llevada a cabo en el marco de una intensificación paroxística de la atmósfera de Nueva York. Anna Blume lo describe de este modo: "Me muevo, respiro el aire que se me concede y como lo menos posible…". "Hay que acostumbrarse a sobrevivir sólo con lo indispensable. Si uno espera poco, se conforma con poco, y cuanto menos necesite, mejor se sentirá. Esto es lo que la ciudad le hace a uno, le vuelve los pensamientos del revés. Le infunde ganas de vivir y, al mismo tiempo, intenta quitarle la vida" […] "Es posible acostumbrarse tanto a no comer, que uno puede llegar a prescindir totalmente de la comida. La situación es mucho peor para aquellos que luchan contra el hambre, ya que pensar demasiado en comer sólo puede ocasionar problemas. Son los que están obsesionados, los que se niegan a aceptar los hechos […]; comen sin llenarse nunca, abalanzándose sobre la comida con una urgencia animal […] Casi todo lo que comen se escurre, baboso, hacia la barbilla, y aquello que logran tragar, suelen vomitarlo pocos minutos después. Es una muerte lenta, como si la comida fuera un fuego, una locura, abrasándolos desde el interior. Piensan que comen para sobrevivir pero, en realidad, son ellos los que acaban siendo devorados"; "…uno no debería reírse, por ejemplo, ni permitir que el hambre lo consuma, nada de estallidos emocionales, ni de suspiros imprevistos…". Indudablemente asoman aquí los fantasmas reguladores de la bulimia y la anorexia, pero no es sólo eso, ya que va más acá y más allá de lo oral. ¿Qué es lo que la anoréxica sostiene con su inanición? Al sujeto que bajo el imperativo del consumo, se consume.

Anna insiste: "Lo principal es no acostumbrarse, porque los hábitos son nocivos: incluso la centésima vez que te topas con una cosa, debes hacerlo como si no la conocieras de antes". Pero en un nuevo cruce con otra de sus obras, Auster escribe: "El hábito es el mayor insensibilizador", refiriéndose a una anécdota acerca de su padre, que evidentemente lo ha dejado marcado: "Siempre fue un hombre de rutina […] Una vez, durante nuestra primera semana en la casa nueva, antes de que nos estableciéramos del todo, cometió un curioso error. En lugar de conducir hacia la casa nueva a la salida del trabajo, se dirigió a la vieja tal como había hecho durante años; aparcó su coche en el camino, entró en la casa por la puerta trasera, subió las escaleras, se metió en el dormitorio y se acostó a dormir. Durmió [su acostumbrada siesta] durante una hora, y como es obvio, cuando la nueva dueña de la casa volvió […], se sorprendió mucho. […] El recuerdo de aquel incidente todavía me hace gracia, y sin embargo, no puedo dejar de considerar esta historia como un hecho patético. Una cosa es que un hombre vuelva por error a su propia casa, pero otra muy distinta es que no note que todo ha cambiado en su interior".

Pero vayamos ahora a Frogg, el joven de El palacio de la luna, que termina como un homeless en el Central Park de Nueva York, y comienza su relato diciendo: "Fue el verano en que el hombre pisó por primera vez la luna. Yo era muy joven entonces, pero no creía que hubiera futuro. Quería vivir peligrosamente, ir lo más lejos posible y luego ver qué me sucedía cuando llegara allí. Tal y como salieron las cosas, casi no lo consigo".

Ya en La invención de la soledad, de 1974, anterior a los libros ya citados, la escritura de duelo por la pérdida del padre, no escapa a esa misma maquinaria, privilegiando en el relato de su vida, el hecho de que era "incapaz de cualquier sentimiento de pasión, ya fuera por una cosa, una idea o una persona, y se las había ingeniado para mantenerse a cierta distancia de la vida, para evitar sumergirse en el torbellino de las cosas". Casualmente, la primer parte de este libro se titula: "El retrato de un hombre invisible", donde también sostiene que "Aprendió a no desear nada con demasiado empeño." "Cada objeto era concebido sólo en términos de su función, juzgado sólo por lo que costaba, nunca como algo intrínseco con sus propias cualidades especiales. Supongo […] –continúa– que esa actitud debe de haberle hecho observar el mundo como un lugar aburrido, uniforme, descolorido, sin dimensiones". Tal vez es aquí donde la anécdota ya comentada adquiere cierto sentido.

Pero volvamos al escritor extraviado de la La ciudad de cristal, y su objeto de estudio. Lo que primero parece ser una aventura detectivesca como aquellas que el propio Quinn escribe, se convierte en realidad en una nueva vuelta de tuerca hacia la anhelada rigurosidad de la escritura. El objeto de esta investigación es un tal Stillman, un hombre detenido ante la arbitrariedad del lenguaje, al cual el protagonista comienza a perseguir, para finalmente ya no ser ni siquiera un escritor anónimo de géneros bajos, sino un ex escritor arrojado fuera de su estudio, y sin saber que hacer con las palabras. Cito al propio Stillman: "…estoy en el proceso de inventar un nuevo lenguaje…". "Porque nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo […]." "Es crucial… convertirnos en los amos de las palabras que decimos, hacer que el lenguaje responda a nuestras necesidades…". Intento desesperado que lo hace recorrer las calles de Nueva York buscando aquellos restos abandonados que han perdido su utilidad, para ponerles un nuevo nombre, y así crear un nuevo lenguaje que borre la distancia entre el nombre y la cosa.

Es llamativo que en la época de mayor auge de la imagen, de las apariencias y de la emancipación yoica, donde el amo capitalista introduce una medida sin medida, Auster nos muestra estos personajes, en cierto sentido tan humanizados y actuales, donde pulsión y cálculo van de la mano.

Los libros de Auster son catalogados por los críticos como "posmodernos", aquella corriente escéptica que se manifiesta en el presente como una crisis de la modernidad. Ya Freud enfrentó a los preceptos propios de lo moderno, que propugnaban por un proyecto emancipador, con los conceptos de trauma, compulsión a la repetición, más allá del principio del placer, permanencia del resto, indestructibilidad de la huella y retorno del trabajo de la pulsión.

Tanto en "El momento crucial", un ensayo sobre la vida de un escritor que culminó su vida como un andrajoso vagabundo, también por las calles de Nueva York, como en La invención de la soledad, escritos en la misma época, y ambos anteriores a las novelas que le dieron su fama, podemos vislumbrar los temas que surcarán toda su obra:

  • la invisibilidad y anonimato en la ciudad, como fin en sí mismo;
  • la abstinencia de necesidades vitales y materiales;
  • la austeridad y parquedad de sentimientos y emociones;
  • y la ruptura de los lazos sociales, que sumerge al protagonista en una "nadificación" muchas veces irreparable.

Sin duda, en este breve artículo, "Reflexiones sobre una caja de cartón", Paul Auster nos muestra al mismo Auster de la ficción. Inmerso en los mismos temas, y brindando su visión acerca de lo que el capitalismo produce como desecho, como aquello que no puede ingresar en la máquina, aquello que queda fuera de la oferta que el mercado brinda al hombre de hoy.

Agradecemos a Paul Auster la amabilidad de haber cedido para Virtualia este texto inédito y, a Lidia López Shavelzon, la gestión para que esto fuera posible.

 

Reflexiones sobre una caja de cartón

Es una fría mañana de llovizna, once días antes del fin del siglo veinte. Estoy sentado en mi casa en Brooklyn, contento de no tener que salir a meterme en ese desapacible clima de diciembre. Puedo quedarme aquí sentado tanto tiempo como quiera, y aun si tengo que salir luego en algún momento del día, sé que más tarde podré regresar. En cuestión de minutos, estaré calentito y seco otra vez.

Soy propietario de esta casa. La compré hace siete años reuniendo a duras penas el dinero suficiente como para cubrir la quinta parte del valor total. El otro ochenta por ciento lo pedí prestado a un banco. El banco me ha dado treinta años para pagar el préstamo, y cada mes yo me siento a escribirles un cheque. Después de siete años, apenas he logrado hacer mella en el capital. El banco me cobra el servicio de mantener la hipoteca, y casi cada centavo que les he dado hasta ahora ha ido a reducir el interés que les debo. No me quejo. Estoy contento de gastar este dinero extra (más del doble del valor del préstamo) porque me da la oportunidad de vivir en esta casa. Y me gusta aquí. Especialmente en una fea mañana como ésta, no puedo pensar en ningún otro lugar en el mundo donde preferiría estar.

Me cuesta un montón de dinero vivir aquí, pero no tanto como podría parecer a primera vista. Cuando pago mis impuestos en abril, se me permite deducir la suma completa de lo que he gastado en intereses a lo largo del año. Se descuenta directamente de mis ingresos, sin que se me hagan preguntas. El gobierno federal hace esto por mí, y le estoy inmensamente agradecido. ¿Por qué no debería estarlo? Me ahorra miles de dólares cada año.

En otras palabras, acepto el bienestar social que me ofrece el gobierno. Han arreglado las cosas como para que sea posible para una persona como yo tener esta casa. Todo el mundo en el país está de acuerdo con que es una buena idea, y ni una sola vez he oído de un congresista o de un senador que diera un paso al frente para proponer que esta ley sea cambiada. En los últimos años, los programas de seguridad social para los pobres han sido completamente desmantelados, pero los subsidios para vivienda de los ricos siguen en su lugar.

La próxima vez que veas un hombre viviendo en una caja de cartón, recuerda esto.

El gobierno estimula que cada uno sea propietario de su propia casa porque es bueno para los negocios, bueno para la economía, bueno para la moral pública. Es también el sueño universal, el sueño americano en su forma más pura y esencial. Los Estados Unidosse miden a sí mismos como civilización de acuerdo a este standard, y cuando queremos demostrar cuán exitosos somos empezamos por sacar a relucir nuestras estadísticas mostrando cómo un porcentaje de nuestros ciudadanos mayor que en ningún otro lugar del mundo es propietario de su propia casa. "Anticipos para vivienda" es el término económico clave, el indicador de base de nuestra salud financiera. Cuantas más casas construyamos, más dinero haremos, y cuanto más dinero hagamos, más feliz será todo el mundo.

Y sin embargo, como todo el mundo sabe, hay millones de personas en este país que nunca poseerán una casa, que luchan cada mes tan sólo para llegar a pagar la renta. También sabemos que hay muchos otros que no llegan a pagarla y son arrojados a la calle. Los llamamos "sin techo", pero de lo que realmente estamos hablando es de gente sin dinero. Como todo lo demás en América, acaba siendo una cuestión de dinero.

Un hombre no vive en una caja de cartón porque quiera hacerlo. Quizás se encuentre mentalmente trastornado, o sea drogadicto, o alcohólico, pero no está en la caja porque sufra ninguno de estos problemas. He conocido docenas de dementes en mi vida, y muchos de ellos vivían en casas hermosas. Muéstrenme el libro en el que está escrito que un alcohólico está destinado a dormir en la vereda. Igualmente podría llevarlo por la ciudad un chofer de sombrero negro. No hay una relación de causa y efecto en esto. Vives en una caja de cartón porque no puedes permitirte vivir en ningún otro sitio.

Estos son tiempos difíciles para los pobres. Hemos entrado en un período de enorme prosperidad, pero mientras nos precipitamos por la carretera de los beneficios mayores y aún mayores, olvidamos que cantidades no declaradas de personas van cayéndose a la cuneta. La riqueza crea pobreza. Esa es la ecuación secreta de una economía de libre mercado. No nos gusta hablar del tema, pero a medida que los ricos se vuelven más ricos y se encuentran con cantidades de dinero más y más grandes para gastar, los precios van subiendo. A nadie le han dicho lo que ha pasado con el mercado inmobiliario neoyorquino en los últimos años. Los costos de vivienda se han elevado más de lo que nadie hubiera creído posible hasta hace muy poco tiempo. Ni yo mismo, orgulloso propietario que soy, sería capaz de pagar mi propia casa si tuviera que comprarla hoy en día. Para muchos otros, el aumento han significado la diferencia entre tener y no tener un lugar donde vivir. Para alguna gente, ha sido la diferencia entre la vida y la muerte.

La mala suerte puede golpear a cualquiera de nosotros en cualquier momento. No hace falta mucha imaginación para pensar en las diversas cosas que podrían fulminarnos. Cada persona vive con la idea de su propia destrucción, y hasta el más feliz y exitoso tiene algún rincón oscuro en su cerebro donde se representan historias de horror en continuado. Imaginas que tu casa arde hasta los cimientos. Imaginas que pierdes tu trabajo. Imaginas que alguien que depende de ti cae enfermo, y las facturas del médico se llevan todos tus ahorros. O te juegas los ahorros en una mala inversión o en una mala tirada de dados. La mayoría de nosotros vive a sólo un desastre de afrontar auténticas privaciones. Una serie de desastres puede arruinarnos. Hay hombres y mujeres vagabundeando por las calles de Nueva York que una vez estuvieron en posiciones de manifiesta seguridad. Tienen títulos universitarios. Han tenido empleos de responsabilidad y mantenido a sus familias. Ahora están atravesando tiempos duros y, ¿quiénes somos para pensar que semejantes cosas nunca podrían ocurrirnos?

Durante los últimos meses, un terrible debate ha estado envenenando el aire de Nueva York acerca de qué hacer con ellos. De lo que deberíamos estar hablando es de qué hacer con nosotros mismos. Es nuestra ciudad, después de todo, y lo que les pasa a ellos también nos pasa a nosotros. Los pobres no son monstruos por no tener dinero. Son gente que necesita ayuda, y a ninguno de nosotros sirve castigarlos por ser pobres. Las nuevas reglas propuestas por la administración actual, en mi opinión, no son sólo crueles sino que no tienen ningún sentido. Si ahora duermes en la calle, serás arrestado. Si vas a un refugio, tendrás que trabajar por tu cama. Si no trabajas, serás arrojado de nuevo a la calle -y allí serás arrestado otra vez. Si eres padre, y no cumples con las regulaciones laborales, tus hijos te serán quitados. La gente que defiende estas ideas proclama ser, todos ellos, devotos hombres y mujeres temerosos de Dios. ¿Por qué nadie se ha molestado en decirle a esta gente que son unos hipócritas?

Mientras tanto, se hace tarde. Varias horas han pasado desde que me he sentado en mi escritorio y empecé a escribir estas palabras. No me he movido en todo este tiempo. El calor traquetea en las tuberías, y el cuarto está templado. Afuera, el cielo está oscuro, y el viento está azotando el costado de la casa con la lluvia. No tengo respuestas, ni consejos para dar, ni sugerencias. Todo lo que pido es que pienses el clima. Y luego, si puedes, que te imagines dentro de una caja de cartón, tratando lo mejor que puedas de conservar tu calor. En un día como hoy, por ejemplo, once días antes del fin del siglo veinte, afuera en el frío y el griterío de las calles de Nueva York.

20 de diciembre de 1999

Traducción de Ricardo Baduel

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