Junio 2006 • Año V
#12
Misceáneas

El descubrimiento de Freud

Serge Cottet

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Cómo llegó Freud a concebir aquello que se transformó en la esencia de su descubrimiento, es decir, una nueva figura del sujeto, y qué le permitió al psicoanálisis resistir tanto tiempo y a tantos embates? En este trabajo, Serge Cottet nos cuenta cómo Freud, desde lo universal del discurso de la ciencia en el que siempre trató de incluirse, logró llegar a lo más particular: el deseo de cada uno.

Apoyado de un lado, sobre el alma romántica y sus arrebatos, y del otro sobre una vena positivista austríaca, el edificio freudiano podría parecer frágil. Ha resistido al tiempo porque lo esencial está en otra parte: en la invención de una nueva figura del sujeto.

Si consideramos el edificio que Freud ha dejado luego de su muerte, hoy vemos que el campo que ha abierto no se ha cerrado a pesar de las tentativas de anular sus consecuencias, y hasta de negar su radicalidad. La autenticidad de su descubrimiento, el del inconsciente, es tal que ninguna disciplina nueva ha llegado a apropiárselo o a integrarlo en una doctrina más vasta. Irreductible a la psicología, lo es también al conjunto de las ciencias llamadas humanas. Adversaria en la forma de ver el mundo, Freud tampoco permitió que la filosofía sacara ventaja.

Por lo demás, muy pocas disciplinas han encontrado allí material para renovarse. Es curioso que Freud haya querido, de entrada, instalarse en el discurso de la ciencia para revelarle lo que ella desconocía por naturaleza: lo particular del deseo de cada uno.

¿Qué es, en efecto, una ciencia de lo particular? Porque sin responder de ninguna manera a los criterios de una ciencia experimental, Freud ubicó al psicoanálisis bajo los auspicios de las ciencias de la naturaleza, principalmente la neurofisiología. Materialista como era, encontró su punto de Arquímedes en una teoría neuronal, sin duda fantástica, y sin relación con la observación, pero que da cuenta de las paradojas que suscita un objeto profundamente desigual a sí mismo: ese aparato psíquico, seelischer apparat, de nombre híbrido y que contiene ya desde el año 1900 en La interpretación de los sueños, el programa de una doctrina materialista de las representaciones, siguiendo los pasos de maestros tales como Brentano.

Que esta doble referencia, por un lado al alma romántica y a Goethe, y por otro lado al positivismo austríaco parezca actualmente profundamente inadecuada respecto de su hallazgo, es, sin embargo, lo que ha permitido a Freud abordarlo con la garantía de la modernidad. Una modernidad hoy día desalentada por disciplinas animadas por el mito del hombre máquina, pero sin complacencia tampoco por lo inefable.

Esta referencia esencial al cientificismo lo condujo a tratar los hechos clínicos a la vez como datos objetivables y como hechos de discurso. La disciplina de la interpretación que surge de esto hace valer todos los recursos que permite la gramática, la lógica así como el mito y la tragedia.

Inscripto desde un comienzo en el campo de las Luces, al inconsciente freudiano se lo consideró sin profundidad, tópico, pobre desde el punto de vista de lo imaginario, pero rico desde el punto de vista de las lógicas paradojales que pone en juego. Reducir lo extraño del sueño a la deformación que le hace sufrir la censura, tratarlo como un criptograma le da a Freud, en el inicio de ese siglo, la estatura de un Champollion... Al reducir el mensaje latente del inconsciente a nada más que pensamientos es también un cartesianismo al revés que precede al axioma según el cual el sujeto no sabe los pensamientos que lo determinan: un "yo no pienso" que es justamente el reverso de lo que pienso. De esto dan testimonio, por supuesto, lapsus, fallas de la conducta, enigmas de la inhibición, desdoblamientos de la vida amorosa, así como tantas equivocaciones que descalifican toda pretensión de transparencia. No se trata de que los motivos sean sustraídos de la conciencia como imperceptibles, sino que el sujeto elige contra sí mismo. Allí se encuentra el corazón de la subversión freudiana cuyo sentido es tanto ético como clínico; el inconsciente es, en principio, el discurso por el cual el sujeto se traiciona. El inconsciente está en el exterior.

Al considerar que el sueño, el síntoma principalmente histérico, fóbico, obsesivo tienen una naturaleza común análoga a un mensaje cifrado, Freud justifica que el sujeto sabe más de lo que dice sin que, sin embargo, lo sepa. Si admitimos una ciencia incluida en el inconsciente, un saber del cifrado, la interpretación se vuelve homogénea a la estructura del mensaje que el síntoma contiene: revela la cuestión, la dirige, incluso lo cómico. Es el origen de la tesis lacaniana: el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Dicho de otra manera, el significante produce efectos fuera de toda cogitación subjetiva.

Es necesario volver a llevar el descubrimiento freudiano a su punto nodal: la división subjetiva. Lacan ha revalorizado el término freudiano Ich spaltung para ver allí el ser mismo del sujeto como división que tiene la estructura de una falta. Toda la cuestión radica en precisar aquello que tiene lugar en el caso de Freud para producir esta división. No podemos, efectivamente, satisfacernos con un dualismo filosófico-religioso del alma y del cuerpo para agotar la especificidad del dualismo freudiano. Si el Yo no es amo en su propia casa se debe, sin dudas, a que algún demonio lo empuja fuera de allí. Y ese demonio es para Freud, el deseo en el sentido más extenso del Eros platónico, con la diferencia de que, respecto de sus ideas, no está inspirado por el cielo sino por los deseos de la infancia. Esta alienación del deseo no podría, no obstante, expresarse en términos de influencia, la de los padres, o de supervivencia de estadios superados. Es como rechazado que el deseo persiste y causa una división subjetiva.

Es en ese punto que la sexualidad tomó en la teoría freudiana el lugar que conocemos: es como sexual que el deseo es rechazado, y como tal resulta inalterable y contaminado para siempre por el deseo de la madre. De esto resulta, para Freud, una maldición que recae sobre el sexo y que se expresará en el curso del desarrollo de la doctrina en términos de conflicto de instancias en el cual, uno de los polos al menos, es sexual. La neurosis histérica proporciona, desde el principio, el testimonio más elocuente respecto del rechazo de la satisfacción de la relación sexual, antes que Freud hubiera distinguido radicalmente, a partir de Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad, lo sexual y lo genital. Es ese paradigma de la histeria el que ha justificado largamente a Freud para concebir su dualismo en términos de incompatibilidad, de antinomia entre el Yo y la sexualidad, anulando inmediatamente la objeción que se le ha hecho de "pansexualismo". Sobre este punto, y sobre otros seguramente también, el siglo lo comprenderá mal al identificar histeria y excitación sexual.

Más tarde, en los años 1910/20 el aporte clínico de las psicosis obligará a Freud a modificar su dualismo pulsional. Constatamos, en efecto, que el Yo mismo es un objeto de amor que atrae, sobre la imagen narcisista, todas las reservas de la libido.

Formado a la imagen del objeto de amor ideal como resultado de identificaciones amorosas, el Yo parece muy alejado de la posibilidad de encarnar la instancia de la realidad, incluso de la razón, a la cual una parte de los alumnos de Freud quiso reducirlo, arrojando de golpe a la pulsión hacia el instinto o la necesidad.

En una palabra, después de 1921, Freud profundizará su dualismo con la oposición entre Eros y las pulsiones de muerte, estableciendo que no se trata de dos sustancias heterogéneas, sino que hay un elemento común a las dos: la esencia misma de lo pulsional, a saber, una cierta propensión de la pulsión a perder su objeto y a no solidarizarse con lo viviente al punto de confundirse con la tendencia al suicidio. Así, es en el corazón mismo de la pulsión que se produce la hiancia; es la contingencia de su objeto en lo relativo a su empuje constante, son sus vicisitudes y sus reversiones que utiliza el fantasma perverso, son también las paradojas del goce de autodestrucción.

Tenemos ya bastante como para que la relación con el partenaire como complemento del objeto pueda ser problemática. Efectivamente es al extraer las consecuencias de los impasses de la vida amorosa que Freud se vio llevado a profundizar su dualismo pulsional cuidándose de no recurrir a ninguna resolución dialéctica. Testimonia sobre esto en el curso de los años 20-30, la prolongada puesta a punto de la sexualidad femenina que lo hace concluir que existe un mismo símbolo para los dos sexos: el falo, cuya antinomia no es otra, para el inconsciente, que la castración.

Por otro lado, el escándalo del freudismo no es que el sexo, como un caballo de Troya plantado en el corazón de los intereses vitales de la persona sea como el diablo en el cuerpo. Se trata, más bien, de que la libido se torna demasiado intelectual. Por otra parte, el diablo no es el padre al punto de poder entregar su alma con el único propósito de suplir la carencia de su función? Una intelectualización que no es menos evidente en las aberraciones de la sexualidad en función de identificaciones familiares o en lo relativo a las teorías sexuales de la infancia. Y el llamado del amor no es incompatible con el fantasma masoquista: "pegan a un niño", o con los jugueteos de la homosexualidad femenina siempre preocupada por introducir como tercero al personaje masculino acompañado del amor cortés.

Así Freud, siempre preocupado por mostrar "lo vil sobre lo cual surgen audazmente nuestras virtudes", no promueve menos al padre como punto pivote de los extravíos del goce. Esta intuición de lo simbólico en la vida sexual, mejor dicho del significante, como determinación del fantasma por la lógica, como también la incidencia de la gramática en el desmontaje de la pulsión no es nada más que una especulación.

Lo que lo autentifica, por el contrario, es más bien el terreno seguro del cual testimonian los cinco grandes psicoanálisis.

Esta determinación simbólica del sexo y del amor que, llegado el caso, los vuelve incompatibles es puesta a prueba en la novela familiar del neurótico, en la historia de los padres, en los relatos que descubren la realidad sexual de cada uno, y decide sobre sus elecciones de objeto mucho más, seguramente, que ninguna otra determinación objetiva del orden del condicionamiento o de la "frustración".

Vemos que esta nebulosa de hechos clínicos justifica ampliamente la tesis lacaniana del inconsciente estructurado como un lenguaje. Pudimos constatar que todo el freudismo está allí resumido. Sin duda, pero el inconsciente no es todo el freudismo tampoco.

Es verdad que es necesario el automatismo del significante para hacer que surja la determinación simbólica de la transferencia, de la repetición de la pulsión, por retomar los grandes conceptos fundamentales. Sin embargo, Freud siempre ha dado lugar a una instancia psíquica que hiciera obstáculo a la traducción simbólica, un residuo inconmensurable del falo, o incluso que no puede entrar en el diseño del Edipo. Es decir, que hay una parte de lo simbólico que no es del orden del mensaje y que no se deja desanudar tan fácilmente por la interpretación: es el caso de la resistencia terapéutica negativa, el de la repetición actuada del trauma, del goce masoquista; tantas revelaciones que dan testimonio de un desamarre de la vida psíquica respecto de ese pivote del inconsciente freudiano que es el Nombre del Padre. Freud lo constata amargamente en 1937: al considerar la transferencia como dependiendo del complejo de Edipo, el sujeto no puede localizar allí todos sus conflictos. Sin duda, 25 años después de la muerte de Freud esta instancia de lo real tenía menos relevancia que la de lo simbólico a la que Lacan se dedicó a poner de relieve en razón de las desviaciones de la época. Hoy en día nos conviene volver sobre el asunto.

Es entonces cuando cobran sentido otros binarios freudianos, necesarios por los límites de la interpretación psicoanalítica. Se trata de la tensión entre el inconsciente y el "ello" que lejos de ser asimilable a un "ello habla" es más bien el lugar de un "ello goza" en el silencio de la pulsión de muerte. Tal es, por ejemplo, la paradoja que ofrece la culpabilidad del melancólico, bajo la presión de un superyo caníbal.

Esos hechos clínicos constituyen la base de las modificaciones de la Metapsicología de Freud, como así también de sus últimos textos sobre el fin de análisis, y el Malestar en la cultura justifican las distinciones finas no siempre percibidas por los comentadores, como por ejemplo, la oposición entre dos figuras del padre en Freud: el guardián del orden edípico, mediador de la normalidad del deseo, pero también el padre desregulado, gozador, impenitente; es el padre de Tótem y tabú que aparece en el origen de las masas y que termina en lo peor, en el momento en que Freud escribe su Malestar en la cultura.

Le llega el tiempo a Freud de dar a su dualismo un matiz trágico que renueva la antigua palabra de los presocráticos respecto de la apelación que él hace a las mortales antinomias de Empédocles sobre philia y neixos, amor y destrucción, subrayando el carácter estructural transpsicológico de su descubrimiento. Hace lo mismo con el desmontaje del mito de Prometeo en 1932, que siempre fue objeto de admiración para Lévi-Strauss, por ejemplo, la insatisfacción constitutiva de la pulsión. Así Freud ha asegurado, de una manera u otra, la especificidad de un registro llamado "económico" relativamente desabonado de lo simbólico o, como él dice, sin ligazón con un representante psíquico, como si los nudos de goce en el fundamento de la inercia psíquica se situaran fuera de los desplazamientos que la transferencia permite. Sin duda, no se trata de decir que están fuera del lenguaje, sino que es a través del recurso a la escritura de la letra por un cifrado nuevo de goce, distinto de los efectos de sentido, que se los puede atrapar. Se trata del porvenir mismo de la interpretación analítica que allí está en juego, así como en vida misma de Freud, algunos de sus alumnos diluyeron el problema en lo preverbal, lo no verbal, o el traumatismo del nacimiento sin prestar atención al más allá del principio de placer. Hay que decir que el problema de los comentaristas de Freud se sitúa justamente en ese punto. No es fácil lograr sostener juntos en Freud, a la pulsión y el inconsciente o, en otros términos, el goce y el Complejo de Edipo: siempre queda un resto en los intentos por reabsorber uno en el otro. Extraviado por una concepción moralizante del dualismo freudiano, la orientación anglosajona abandonando la primera tópica por la segunda instituirá lo que comúnmente conocemos como la ego psicología; consagra el ideal de dominio del Yo sobre la pulsión. Desde otra perspectiva, la obsesión de los estadios del desarrollo, en particular, el registro llamado preedípico, conducirá a los kleinianos a confundir el inconsciente y el fantasma arcaico.

Por regla general, el movimiento analítico no llegó nunca a conciliar el campo de la metapsicología, actualmente asimilada al campo de lo "cognitivo", con el registro de la pulsión que barra la castración. Dónde está, en efecto, la relación entre el pensamiento y los orificios del cuerpo: el oral, el anal? Freud, no obstante, ha efectuado todas sus revisiones con el fin de indicar que la mecánica de las representaciones, ya sea que estén sujetas al principio de placer o al de realidad, depende de la promoción, en el sujeto, de la función paterna y de la manera en la que esté afectado por ella. Pero únicamente el comentario lacaniano permite captar los mecanismos a través de los cuales el goce se anuda al inconsciente.

Traducción: Liliana Bilbao

NOTAS

* Este texto fue publicado en Magazine Littéraire, hors-série nº 1, FREUD et ses héritiers, l'aventure de la psychanalyse, Paris, 2º trimestre de 2000.

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