Septiembre 2017 • Año XVI
#33
Freud y el malestar en la cultura

Reflexiones sobre el Malestar en la Cultura

Horacio A. Barredo

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Verdes
Oleo sobre lienzo - 100 cm x 80 cm
Año 2016

Después de recibir la amable invitación de participar de esta mesa, que también parece ser una excusa para inaugurar la nueva sede, me preguntaba porque la elección de este artículo de Freud.[1] No me parece que la respuesta pudiera pasar solo porque los acontecimientos de la actualidad nos impusieran la necesidad de reflexión en torno al malestar en la cultura, aun reconociendo que está invitación fue próxima a la tragedia de Costa Salguero, y que este artículo ejemplifica dramáticamente una de las tantas maneras que recoge Freud para combatir el malestar, por medio de sustancias tóxica o embriagadoras, que producirían la dicha anhelada y aquí la muerte.

Siguiendo a Freud, creo, que no se puede pensar al malestar como algo contingente, entre los cuales, Costa Salguero es solo uno de los innumerables ejemplos que se producen casi a diario en nuestra civilización contemporánea, organizada por el discurso de la ciencia. Porque, el malestar también tiene un carácter estructural, es inherente a la cultura misma y está en todas las grandezas y miserias de los hombres.

Esa cultura, que en las primeras consideraciones aparece como el mayor impedimento para la satisfacción pulsional y la principal responsable de la infelicidad, dará paso a la concepción del malestar como una dimensión que le es inherente e indispensable para su existencia. Ya que el malestar no es solo causado por la imposibilidad de satisfacción del deseo, sino que es la consecuencia de la imposibilidad de mantener eternamente la insatisfacción, es decir, de no poder dejar de gozar para cumplir así con la exigencia obscena y feroz del superyó, bajo cuyo influjo se consuma el desarrollo de la cultura.

Como dice Daniel Gerber: el dispositivo clínico que Freud diseñó pone al sujeto a hablar para descubrir en qué medida no es dueño de sus palabras y está dividido entre la búsqueda de bienestar y el imperativo de la pulsión de muerte que le impone gozar más allá de toda medida razonable.

Nuestra clínica la del sujeto que habla se constituye en el campo del lenguaje y de la cultura, por lo tanto, esta última no es un tema secundario sino el referente esencial para dar cuenta de la constitución del sujeto.

La vida, dice Freud, nos es impuesta, resulta gravosa: nos trae hartos dolores, desengaños, tareas insolubles.

¿Qué es lo que los seres humanos mismos dejan discernir por su conducta, como fin y propósito de su vida? ¿Qué es lo que exigen de ella y en ella quieren alcanzar? No es difícil acertar la respuesta: la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla. Esta aspiración tiene dos costados, una meta positiva y una negativa: por una parte, quieren la ausencia de dolor y de displacer; por la otra, vivenciar intensos sentimientos de placer. En su estricto sentido literal, dicha se refiere a lo segundo

Desde tres lados amenaza el sufrimiento, desde el cuerpo propio, desde el exterior debido al (hiperpoder de la naturaleza ) y desde el vínculo con otros seres humanos, este último es el más doloroso por ser el más superfluo por la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres en la familia, el Estado y la sociedad.

La cultura es para Freud: una organización colectiva de expiación del asesinato primordial. Es la tentativa de saldar la deuda contraída por ese crimen y simultáneamente el eterno fracaso de este propósito, deuda insaldable, transmitida de generación en generación.

Expresión mítica de una violencia constitutiva, la violencia que el símbolo ejerce sobre lo real, cuyo efecto es abrir la dimensión de una falta en el campo de representación.

Texto esencial en la medida en que constituye el punto culminante del cuestionamiento freudiano acerca del fundamento ‒la estructura "libidinal"‒ de la civilización y sus instituciones y de los ideales e ilusiones que ella promueve.

El sujeto de la cultura no es ni individual ni colectivo es el sujeto del inconsciente que se constituye por la inserción del cuerpo viviente en el campo del Otro, el universo del lenguaje. Sujeto y Cultura son efectos de la estructura del lenguaje que al mismo tiempo que establece el orden social, la religión y la moral, genera el equívoco de una presunta oposición entre individuo y sociedad.

Es un fragmento de la realidad efectiva lo que se pretende desmentir; el ser humano no es un ser manso, amable, capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad.

En consecuencia, el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo. Homo lupus homoni, frase que Freud extrae de Hobbes, nos permite hacer la siguiente pregunta: ¿quién, en vista de las experiencias de la vida y de la historia, osaría poner en entredicho tal apotegma?

La existencia de un instinto gregario es para Freud una suposición insostenible. El lazo social es el efecto de una moderación de la agresividad que está instalada en el corazón mismo del deseo humano.

Hay una falta de sociabilidad natural en el ser humano. La hostilidad frente al otro es anterior a todo lazo social posible.

Para Freud la cohesión del grupo solo puede ser obtenida si sus miembros están hermanados en idéntica veneración al padre.

El grupo social se basa en una doble complicidad, en el crimen y en no querer saber nada de ese crimen. En el origen de la institución social hay una mentira compartida: el padre no está muerto.

El orden simbólico ejerce todos los esfuerzos posibles para anular la pérdida del padre. La creencia, efecto de la desmentida de lo real traumático del asesinato del padre, es el resultado específico de este esfuerzo. Creencia en el padre, elección de un significante paterno que pueda dar consistencia a un sistema de símbolos.

La muerte del padre indica el lugar vacío de la estructura de lo simbólico y la institución del padre, como amo absoluto para desmentir la existencia de ese lugar, es el resorte fundamental de toda servidumbre consentida.

La institución requiere que haya un objeto que tome el lugar del ideal. Imprescindible para el surgimiento del amor, cuya función es operar como cemento que cohesiona al grupo.

Todo amor es demanda de amor. Espejismo de un padre que ame a todos sus hijos por igual.

Padre como único objeto digno de ser amado. El amor depende de la creencia y no hay creencia que no sea en última instancia creencia en el padre, que es la pieza indispensable para concebir el orden simbólico como un todo, lugar donde está el objeto precioso que es el bien de todos.

El interés político de Freud es tratar el origen del dominio social y de las leyes de sumisión. El elemento esencial de su reflexión y que revela los mecanismos inconscientes que posibilitan el ejercicio del poder, es el sometimiento a la necesidad de concebir la existencia de un otro completo que contiene el secreto de la dicha que ese sujeto ambiciona y del que el padre es el aval.

Luego de estas reflexiones en torno al artículo y a modo de terminación, quisiera mencionar brevemente el tema de las creencias y las utopías. Sigo aquí a Yannis Stavrakakis, quien en su libro Lacan y lo político [2]trata de mostrar que la teoría lacaniana brinda nuevas perspectivas con las que podemos reflexionar acerca de nuestra experiencia histórica de la utopía y reordenar nuestra imaginación política.

El creador del psicoanálisis fue el más firme sostenedor de una creencia que mantuvo hasta el fin y que defendió con una firmeza inigualable ante quienes intentaron desviarlo de su camino, como Adler y Jung, su creencia firme en la noción de inconsciente, que en nada se diferencia de la fe en la ciencia o en la religión, si la consideramos como la fuerza o confianza con que podemos sostener algo, pero diferente en cuanto al objetivo, para Freud será confrontar al sujeto con su falta en ser y no taponar.

Nuestra época es claramente una época de fragmentación social, desencanto político y cinismo abierto, caracterizada por la declinación de las mutaciones políticas del universalismo moderno. Un universalismo que reemplazando a Dios por la Razón, reocupó el terreno de una aspiración premoderna de representar por completo y de dominar la esencia y la totalidad de lo real. En el nivel político, esta fantasía universalista toma la forma de una serie de construcciones utópicas de una futura sociedad reconciliada. La fragmentación de nuestros presentes comporta el colapso de tales fantasías grandiosas.

Para algunos las construcciones utópicas aún pueden ser consideradas como resultados positivos de la creatividad humana en la esfera sociopolítica. Aquí la pregunta sería: ¿cómo podemos realizar nuestras utopías? Para otros que pretenden retornar a una sociedad no utópica, menos perfecta y más libre, la pregunta sería ¿cómo podemos prevenir su realización final? Si tenemos en cuenta que toda construcción utópica fantástica necesita de un chivo expiatorio para poder construirse, Freud dice: siempre es posible ligar en el amor a una multitud de seres humanos, con tal que otros queden fuera para manifestarles su agresión.

La operación utópica es un modo de representar y dar sentido al mundo. La experiencia humana es una batalla continua con lo inesperado, existe siempre la necesidad de representar y dominar esto inesperado, de transformar el desorden en orden. Se perfila un estado utópico futuro en donde el desorden será eliminado totalmente. Esta simbolización produce su propio resto, hay siempre una particularidad remanente por fuera del esquema universal. A este agente del mal se le atribuirá el desorden persistente.

La necesidad de un sentido utópico surge en períodos de fuerte incertidumbre, inestabilidad social y conflicto, en donde la esperanza parece haber sido reemplazada por el pesimismo o incluso por la resignación.

La existencia de la agresión significa que la sociedad está siempre atravesada por una escisión antagónica que no puede ser integrada en el orden simbólico. Uno de lo nombres de esta escisión puede ser lucha de clases, siempre y cuando, como menciona Daniel Gerber, este concepto no designe el sentido último, la referencia externa que da la significación de todo fenómeno social, sino el imposible constitutivo de la realidad social, ese imposible por el cual cualquier intento de totalización ideológica de la sociedad de reducir el proceso histórico a un campo de socialización unificado está consagrado al fracaso.

Algo diferente a esto se pensó el 19 de enero de 2004 cuando se realizó en la Facultad de Baviera, Alemania, un diálogo entre el filósofo alemán Jürgen Habermas y el Cardenal y luego Papa Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, diálogo que se dio en llamar "entre la razón y la fe".

Ambos coinciden en el poder sometido a la ley, para Habermas esto pasaría fundamentalmente por el derecho, el derecho positivo que actuaría como regulador y legislador. Haciéndose la siguiente pregunta: ¿cómo podrán vivir los pueblos estatalmente unidos, digo, solo de la garantía de las libertades de los particulares, sin un vínculo unificador que anteceda a esa libertad? El lazo unificador sería el proceso democrático mismo. O sea que el Estado de Derecho, articulado en términos de Constitución democrática, garantiza no solo libertades negativas para los miembros de la sociedad (que de lo que se preocupan es de su propio bienestar), sino que ese Estado al desatar la libertades comunicativas moviliza también la participación de ciudadanos en una disputa pública acerca de temas que conciernen a todos en común.

Para Ratzinger hay que encontrar fundamentos éticos que conduzcan su convergencia por el buen camino y puedan construir una fuerza común jurídicamente legitimada, de delimitación y regulación del poder. La ciencia como tal no puede generar una ética, dice Ratzinger. Reconoce el poder sometido a la ley. Encuentra que razón y religión tienen una relación correlativa y ambas son llamadas a depurarse. La diferencia estriba en que para Ratzinger esta depuración, esta cura y control de los excesos que ambas pueden tener solo se da por el sometimiento o por el acatamiento a una ley divina. Obviamente, Habermas se va a mantener en el plano secular, pero sí reconoce, la fuerza de unión entre los individuos que produce la fe y aspira a lograr esa misma fuerza de unión que da la fe para unir a la comunidad, quizás detrás de una utopía que pueda actuar de más allá, pero no divina.

Sin embargo, ambos, por diferentes caminos, sostienen una promesa de positividad absoluta, que promete cerrar la brecha entre lo real y la realidad, sin tener en cuenta que la construcción de un falso real imaginado está fundada sobre un origen violento/negativo, sustentada en la exclusión de un real no domesticado que siempre retorna a su lugar.

NOTAS

* Horacio A Barredo. Médico, Especialista en Psiquiatría. Psicoanalista Miembro Titular con función didáctica, de APdeBA. Y actualmente Presidente de APdeBA

  1. Freud, S., "El malestar en la cultura" (1930 [1929]), Obras completas, Vol. XXI, Amorrortu, Bs. As., 1978.
  2. Stavrakakis, Y., Lacan y ló político, Prometeo-UNLP, Bs. As., 2007.
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