Septiembre 2017 • Año XVI
#33
Malestar en la civilización

Sobre La muerte voluntaria

Alberto Silva

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Intimidad
Oleo sobre lienzo - 90 cm x 70 cm
Año 2015

I) ¿Dónde se inserta, culturalmente hablando, un libro como este?

¿Qué consigue atraernos en un libro como este, triplemente lejano (en el espacio: aborda un fenómeno que en el mismo Japón resulta peculiar; en el tiempo: fue publicado hace treinta años; en la procedencia: su autor fue un observador no japonés)?

Tal vez ocurre que, más allá de exotismos o modas new age, este libro no nos es ajeno: plantea una mirada sobre "el cuerpo" infrecuente, por lo aguda y descarnada, pero cercana a nuestra sensibilidad. Su investigación trata sobre "usos" de unos cuerpos vividos como instrumentos de soberanía. Esta afirmación cabe entenderla en un sentido doble:

- Una muerte voluntaria epitomiza el gran acontecimiento o big bang de la persona-máscara, que es su "vida corporal". Razonando en términos del Zen: lo que llamamos "cuerpo" resulta de la estrecha y original ligazón –katto: entrelazamiento de lianas‒ en la persona-máscara de su base anatómica, sus sentidos, afectos y palabras.

- Toda muerte voluntaria crea una urdimbre de significados que se reafirman en el momento preciso en que parecieran anularse. El suicidio "abole" el sentido supuestamente indiscutible del mandato social y permite que emerja la paradoja de una decisión irreversible libremente concitada, gesto de absoluta libertad.

El libro de Pinguet evoca "cuerpos vividos" (para hablar como Maurice Merleau-Ponty). Expone pesquisas y reflexiones apoyadas en eso, el cuerpo, asunto que constituye una experiencia singular llevada, en el caso del suicidio, a su más arriesgado borde articulable.

Fue el único libro que publicó. Le alcanzó para sumarse a la estirpe de la mejor antropología francesa de posguerra. Una que demandaba observación participante, complicidad entre investigador y objeto estudiado. Una que era vivida como reclamo ético y estético. No son casuales dos detalles de la obra de Pinguet: está dedicada "a la memoria de Roland Barthes" (lo atrajo a Japón como director de la Maison Franco-Japonaise de Tokio); se apoya en la obra de fervorosos visitantes de las islas que fueron amigos suyos, entre ellos Michel Foucault y Jacques Lacan.

 

II) Un epígrafe intrigante

Fascinado y a la vez aterrado por la masacre de Guernica, Paul Eluard escribía en 1937: "El miedo y el coraje de vivir y morir // La muerte, tan fácil, tan difícil". Estas palabras condensan la esquiva relación entre el impulso de decir lo vivo y la muerte que intenta truncarlo. Su compatriota y coetáneo Pinguet tomó el segundo verso como epígrafe del libro comentado. Claro que el contexto nipón de los años 80 era distinto del de la guerra civil española. Tanto que las palabras de Eluard inauguran otro sentido. El texto habla en general de la belleza y el horror de morir, aunque a la vez se centra en el suicidio en Japón. Observa ciertos modos de "elegir morir". Nos ayuda a considerar, tanto en Japón como entre nosotros, ciertos hechos que bien mirados contrarían tenaces estereotipos.

 

III) Libertad para elegir destino

La cultura nipona no envuelve sus muertes en los tonos melodramáticos con que amenizamos las nuestras. Ellos, japoneses, se impresionan con las gesticulaciones y alaridos de funerales barrocos, frecuentes todavía en el Mediterráneo, riberas sur y norte. Y se asombran cuando nos esforzamos por enmascarar algo que, como la muerte, es lo inevitable. Modos tan dispares de tomarla, especialmente si es voluntaria, marcan una cesura entre campos culturales que en otros aspectos se aproximan: Oriente y Occidente.

- En el archipiélago nipón, la muerte auto-infligida no ha sido en el pasado, ni es en el presente, considerada un acto reprensible. Esto choca con la tradición europea moderna, moldeada por El suicidio, libro en el que Émile Durkheim explicita posturas intelectuales y emotivas aún vigentes en sociedades del Oeste: el suicidio es tenido por un acto aberrante, propio de quien yerra al apartarse del sendero común (reitera la posición del perenne Aristóteles). Según Philippe Ariès, autor de otro clásico en la materia, "Morir en Occidente", en general la muerte "tiende a ocultarse y desaparecer". Al punto que hoy en día "se vuelve vergonzosa y es objeto de censura". Ni hablar de aquella que el humano se inflige a sí mismo.

- Del hecho de no ser mal visto se desprende otro rasgo del suicidio en el país asiático: es premeditado por gentes conscientes de la trascendencia del acto que emprenden y de las consecuencias que acarrea. Ocurren de forma individual, como el aristocrático y publicitado de Yukio Mishima en 1970 (seppuku: cortarse el vientre), perpetrado por el novelista y seguido del deceso de Masakatsu Morita, seguidor y escudero (junshi: "muerte de acompañamiento"). Otras veces este acto individual lo cometen, a solas y en silencio, adolescentes que intentan evadirse del infierno del hijime (acoso escolar). Y hay suicidios populares que toman forma grupal, como los que cada año sacuden la crónica nipona. Urdidos en Facebook, podemos seguir su desarrollo en portales de contenido explícito: aconsejan cómo hacerlo bien, a fin de alcanzar el objetivo.

 

IV) "Vivir y morir son actos libres"

Es delicado establecer qué factores explican tal apreciación de la muerte voluntaria en un país que, en materia de suicidios, parece líder (error que se corrige apenas uno decide consultar estadísticas internacionales). Sus raíces se hunden en el légamo de las orientaciones fundantes del país nipón: shintoísmo y budismo. Al no plantear incompatibilidad u oposición entre un ámbito sagrado y otro profano, la dinámica humana se resuelve en intercambios constantes y mutuas vertebraciones entre muerte y vida. De modo que en la práctica ambas se necesitan, se completan, se intercalan. El Zen, por ejemplo, constituye un discurso y una práctica orientados al renacer de la persona, desde un estado moribundo y aletargado por falta de conciencia y dinamismo. Lo vivo y lo muerto no constituyen polos contrapuestos: son partes inseparables (y condición de unidad) del mundo personal. El modo en que, en una persona, ambos hilos se enhebran (o, al contrario, se desatan) es materia de libre elección. Ante un suicidio, los deudos callan respetuosos: defienden la memoria de quien decidió abreviar sus días. Es la explicación que uno recibe cada vez en Japón. Recuerdo, de labios del hispanista Eikichi Hayashiya, esta reflexión: "vivir y morir en Japón son actos libres". ¿Estamos dispuestos a aceptarlo en Occidente?

 

V) ¿Suicidio? Abominable

La idea de quitarse la vida produce horror en el Oeste. La discusión sobre este acto contra natura ya existía en la época romana. La muerte voluntaria de Catón ("el Joven", siglo I a.c.) ilustra la distancia que separa esa decisión individual del sentir común. Miremos la escenografía de su muerte. Catón oculta su intención a los suyos. Cuando llega el momento oportuno, clava su espada en el estómago. Familiares y amigos se aperciben, corren a remediar. El médico interviene, remienda la herida. Pero Catón se desgarra el vientre con las manos, gesto brutal que lo fulmina. Aunque infrecuente, en Roma no sería el único caso: Bruto lo repitió; y Antonio. Pero el suicidio de Catón capturó el imaginario occidental, dejando en vilo a los pensadores: de San Agustín a Séneca, de Montaigne a Víctor Hugo, de un concilio al otro, de un código civil al siguiente, de una sociedad a su vecina.

¿Por qué resulta tan escandaloso matarse? Porque trama y ejecuta un acto que coloca al suicida fuera del mandato social. Un ciudadano romano se concibe a sí mismo y es aceptado como tal por el hecho de usufructuar unos derechos, luego de cumplimentar sus deberes. El primero es acatar todo el marco legal. Por lo que, al suprimir su vida, hace trizas la norma que lo prohíbe, desoye la función de obedecer y anula su condición ciudadana. El suicidio deviene un acto político de insumisión: afecta la unidad mental del paradigma y elude el autocontrol necesario para lo que Roland Barthes llamaba "vivir juntos". Manifiesta una libertad respecto al propio cuerpo que resulta inaceptable, como hace notar Michel Foucault, maestro reflexivo sobre tan radical modo de transgresión. Por eso, en la Roma antigua el castigo social es drástico: confiscan la herencia del suicida, deshonrando de paso a la familia. La reacción de familiares y amigos de Catón, según el relato de Plutarco, combina dolor e irritación. Se sienten arrasados por la pérdida; pero aterrados ante el dedo que los señala, tanto más cuando se empobrecen por un motivo que no comparten. Siglos antes, el suicidio de Sócrates expresa ese mismo sentimiento: inutilidad de vivir, por el hecho de haber tomado la ciudad rumbos perversos. El romano se alza contra César y la naciente institución imperial. El griego bebe cicuta al verse despojado (de modo antidemocrático) de la ciudadanía. Imposible para ellos vivir ajenos a la ciudad, carentes de libertad, condición fundante de toda ciudadanía.

 

VI) Oportunismo religioso

Como en otros aspectos, la esfera de lo religioso se aprovechó del paradigma mental y social de la civilización romana. A los argumentos políticos agrega los sobrenaturales: solo Dios otorga y retira el soplo vital. En el caso del catolicismo romano, la adecuación de lo religioso a lo político resulta tan estrecha que su análisis merecería una reflexión aparte (Ariès recorre decisiones vaticanas desde el Concilio de Arles, organizado en 314 por el emperador Constantino I, en adelante). En cuanto a cómo vivir y morir en concordia, el cristianismo revela hasta qué punto es una "religión política". Incluso lo hace mejor que el culto romano al emperador: es más afín al modo de organizar un modus vivendi del que, detalle no menor, Sócrates y Catón abominaban.

 

VII) ¿Y los nipones?

Contrariando el estereotipo de Japón como pueblo tan sólo obediente, la recepción benevolente de la muerte voluntaria delata el rechazo que, desde hace siglos, provoca en la población cualquier interferencia en el modo personal de decidir sobre el propio destino. El libro de Pinguet deja clara la variedad y riqueza simbólica de sistemas diversos para acabar con la propia vida. Es cierto que por momentos su reflexión escora hacia una forma peculiar de suicidio, el harakiri (lit.: evisceración), exclusivista tradición samurái, conocido como seppuku (término que alude al uso de la espada katana y al modo de ejecutar el tajo en forma de L). Pero esta obra atractiva mantiene íntegra la tesis que hace falta: el eje de la neutralidad comprensiva del pueblo japonés hacia el suicidio no sigue un guión político o religioso. Es de carácter por así decir existencial. Sobre valores colectivos (que los japoneses aceptan y obedecen) se sitúa la inmanencia de todo lo creado (convendría revisar la lectura que François Jullien hace del I Ching [2]) y, por ende, la facultad individual de elegir su destino, con independencia de coerciones colectivas.

 

VIII) ¿Dónde está la clave de este libro?

Acaso en la transformación de la responsabilidad individual (carácter nacional nipón, si se puede emplear un término a menudo demonizado) en modo receptivo de tomarse la muerte (y por tanto la vida). No niega el autor el suicidio como síntoma psicológico. Pero centra su pesquisa en el suicidio como hendija para entender un estilo de vida dedicado a amaestrar (maîtriser) la muerte. Analiza el suicidio caballeresco (el seppuku samurái). Muestra cómo la difusión del bushido (código de honor) a los plebeyos generaliza la ideología de una casta que todavía domina demasiado el imperio nipón. Amén de caballeros, el catálogo de muertes voluntarias incluye toda suerte de plebeyos: mujeres y niños, jóvenes y ancianos, pobres y pudientes. Casos abstrusos se vuelven plausibles: muertes por vergüenza, desesperación o abandono, por culpa o vendetta, por patriotismo kamikaze. Todas relacionadas con algo que muchos descartan (por error) como potencial dimensión japonesa: libre disposición del cuerpo, soberanía de las emociones, elección de destinos con final incierto.

 

IX) Una reflexión que trasciende la demarcación Oriente/Occidente

En el estudio se utiliza a Freud quien, según Pinguet, "repatria el suicidio que tantos otros habían querido exilar en la insignificancia y en la aberración". En la visión del autor, el suicidio trasunta una intensa corporalidad (evidente en el caso de Mishima), una reapropiación del cuerpo que desvía de las consignas del budismo, el cual intenta sujetar a los nipones con su uso oportunista de la noción de interdependencia.

El suicidio constituye una reivindicación radical de vivir su cuerpo sin pedir permiso. Opción extrema, en ocasiones desesperada (como en el caso del escritor Osamu Dazai) o exhausta de la vida (le ocurrió a Kawabata). Opción que consigue eludir el peso que en Japón sigue teniendo el deber (giri: obligación): social, religioso, estamentario. En tal situación, para algunos la muerte voluntaria se torna camino de liberación.

NOTAS

* Alberto Silva es Doctor en Letras y Ciencias Humanas (Sorbonne) y Doctor en Ciencias Políticas (Madrid). Poeta, traductor y especialista en temas japoneses y transculturales. Entre sus libros se cuentan: La invención de Japón (2000), El libro del Haiku (2005), El libro de amor de Murasaki (2008)y la serie Zen (2012-2014): Ruta hacia occidente; ¿Qué decimos cuando decimos experiencia?; Zensualidad; El oficio de vivir.

  1. Pinguet, M., La muerte voluntaria en Japón (1985), traducción de Antonio Oviedo, Adriana Hidalgo editora, Bs. As., 2016.
  2. Ver reseña en la revista Ñ: http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/leer-Ching-clave-filosofica_0_1585041492.html
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