Septiembre 2017 • Año XVI
#33
Malestar en la civilización

El retorno de la vergüenza

Graciela Brodsky

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Verano
Oleo sobre lienzo - 100 cm x 90 cm
Año 2015

El 6 de abril, el Sr. Nick Ingram, británico de nacimiento, se salvó momentáneamente de la silla eléctrica en la cárcel de Jackson, Georgia, EE.UU. El juez federal Horace Ward hizo lugar a una última y desesperada apelación de los abogados. La orden de detener la ejecución llegó, como en las mejores películas del género, cuando sólo faltaban 55 minutos.

"Para condenar a alguien a la muerte, antes debo mirarlo a los ojos" [2] fue el argumento que utilizó el juez federal. No sabemos qué habrá visto Horace Ward en los ojos de Nick Ingram, pero lo cierto es que pocos días después 2400 voltios se los cerraron para siempre.

Un joven de 16 años, recluido en un centro de detención por molestar sexualmente a su hermana de nueve años, para obtener su libertad debe probar ante los ojos de su familia que siente vergüenza. Avergonzarse no se trata en este caso de admitir la falta y disculparse ante su hermana, sino que debe, literalmente, arrodillarse. Las palabras no son suficientes, dice Cloe Madanes, director del Instituto Familiar de Rockville. Él tiene que entender que lo que hizo está tan mal que su cuerpo tiene que adoptar una postura que muestre el arrepentimiento. En nuestra cultura, sigue Mr. Madanes, se dice "lo siento" para disculparse por abusar de la hermana o por derramar la leche. El gesto físico es lo que marca la diferencia. Aunque el joven se mostró al principio reticente, los otros miembros de la familia sí se arrodillaron para disculparse ante la niña por no hacer visto los signos del abuso, pero luego de otra semana de detención, el joven cayó de rodillas ante su hermana. A pesar de que los procedimientos que involucran menores son confidenciales en Maryland, la familia del muchacho aceptó que la sesión se filmase en un video para que sirviera como herramienta educativa.

Estos casos, a los que podrían sumarse otros tales como colocar placas de licencia de colores brillantes para distinguir a quienes estuvieron detenidos por conducir borrachos, publicar en un diario, con el propósito de erradicar la prostitución, los nombres y fotos de aquellos que ofrecían o solicitaban sexo por dinero, otorgar libertad condicional a ladrones a condición de que sus víctimas pudieran entrar a sus casas y tomar lo que quisieran ante los ojos de los vecinos, no son más que ejemplos de una nueva rama de la justicia, actualmente en período de experimentación en algunos estados de los EEUU que se llama "justicia expresiva". Sus dos pilares son la vergüenza y el estigma, y el debate sobre sus pros y sus contras conciernen en estos momentos a jueces, ministros de la iglesia, sociólogos, psicólogos, etc. El Newsweek de hace algunos años le dedicó sus páginas centrales, y el entonces Ministro de Justicia de la República Argentina creyó necesario sumarse al debate mediante una nota editorial que publicó en su momento La Nación, donde reivindicaba la vergüenza como un sentimiento que lleva al arrepentimiento y rehabilita, aunque no deja de condenar la humillación que provoca.

¿Por qué no podríamos sumarnos los psicoanalistas a este debate? Ya hemos opinado abundantemente sobre la justicia distributiva y hemos aprendido, siguiendo a Lacan, la esencia misma del derecho. No está de más que digamos lo que tenemos para decir en este terreno que por ser el de la ley parecía reservado al registro de lo simbólico o incluso al de lo real cuando destacamos el carácter caprichoso y feroz de la ley superyoica. Pero ahora, en el templo de la justicia —ciega para sopesar sus decisiones sin mirar a las personas— vemos entrar las imágenes y las miradas.

Nada nuevo bajo el sol, podríamos decir. Es el gastado debate sobre las virtudes del gesto sobre las palabras para revelar la verdad. O podríamos verificar una vez más la actualidad de la presunta antinomia entre verdad y apariencia. También podríamos hallar aquí la oportunidad para reabrir la discusión sobre la circularidad de la historia, al comprobar que las llamadas "penas infamantes" se remontan a la antigüedad. La más célebre ha tenido como instrumento a la picota, y su predecesora ha sido, precisamente, la piedra de la vergüenza. La picota admitía numerosas variantes: no solo se exponían personas vivas, las partes del cuerpo que eran separadas o cortadas se sujetaban también al poste de la vergüenza. Un cuadro con refrán de Bruegel, el viejo, muestra un poste y una mano, "Fue cortada a un malhechor —escribe— y está ahora expuesta al poste de la vergüenza para escarmiento".

La clave de la picota está en las palabras de Bruegel: "vergüenza para el escarmiento". Por eso la pena de la picota suponía la participación del pueblo en la acción punitiva. Se provocaba la cooperación de las masas eligiendo días de mercado y trayendo a los músicos. Era un espectáculo montado cuyo efecto punitivo radicaba en una contraposición del pecador con la comunidad. Como el delincuente estaba indefenso y se le impedía la huida, no tenían nada de extraño las noticias de casos en los que el pueblo atacaba o hería de muerte al condenado, pero también existía la posibilidad de que tomaran partido a su favor.

En realidad, la pena pública no estaba destinada al delincuente, sino que respondía a la búsqueda de un efecto ejemplificador sobre la comunidad. Si el sistema comienza a fallar es, como lo indica Foucault, porque el verdugo termina por ser visto como un criminal y el pueblo termina por descubrir la inesperada frecuencia de los delitos. Entonces la pena dejó de ser cosa pública: sentencia pública pero castigo oculto tras los muros de la prisión.

Acorde con la máxima utilitarista, el objeto general de las leyes es aumentar la felicidad total de la comunidad y, por consiguiente, excluir cualquier cosa que tienda a sustraerla. De este modo la perspectiva utilitarista, que predomina sobre la retribucionista inspirada en la ley del talión, sostiene la utilidad del aislamiento. De la ejemplificación se pasa a la protección. La picota es reemplazada por el calabozo, que cumple con la fórmula utilitarista mediante el encierro, la privación de la luz y el ocultamiento. Luego el moderno humanismo agrega al aislamiento el ideal de la reforma del condenado para su reinserción en la sociedad luego de cumplida la pena.

Pero el Newsweek nos alerta de que nuevamente algo ha fallado. Virginia Irick, cuya hija adolescente fue asesinada el año pasado en Filadelfia, dice: "Uno va a la corte y un tipo te está mirando como si dijera ´¿Cuál es tu problema?' '¿Qué hay si maté a tu hija?´". De las 1200 familias que reciben asistencia en las EE.UU. por haber perdido un hijo como la Sra. Irick, solo 10 han visto una señal de remordimiento en la persona que mató a su ser amado. Menos del 1%. La cronista clama entonces por el retorno de la vergüenza: no nos basta con nuestros rostros rojos de ira, queremos ver rostros enrojecidos por la culpabilidad, rostros de remordimiento, incluso de mortificación.

¿Es que ha vuelto la picota? Los periodistas del Newsweek se lo preguntan, pero los psicoanalistas podemos decir algo más sobre esta reivindicación de la vergüenza pública.

La moderna justicia expresiva no tiene, aunque se quiera retributiva, un propósito ejemplificador. Su efecto es buscado sobre el sujeto, pero ya no desde la perspectiva de la reeducación, y si en cierto sentido pone de manifiesto el fracaso de toda la perspectiva reformista del humanismo en materia de justicia, también es cierto que ante el fracaso del aislamiento y la rehabilitación, la justicia descubrió que el criminal es un sujeto y no un individuo igual a todos ante la ley, que en el derecho universal se esconde una paradoja, y que si se quieren abaratar los elevados costos que el Estado gasta en programas de rehabilitación a causa de las reincidencias, ya que este es el fin utilitario de la justicia expresiva, es mejor quitarse la venda de los ojos y saber algo más sobre "el origen de la desigualdad entre los hombres". La justicia expresiva parece haberse dado cuenta, por fin, de que no puede hacerse confesar al sujeto lo que no sabe, por eso no espera mucho del inconsciente. Eso le permitirá ahorrar en drogas de la verdad, máquinas de tortura y psicólogos en las cárceles.

No es esta la primera vez que la justicia quiere ver. Ya Jeremy Bentham construyó para ella una casa de penitencias, el panóptico, que con su solo nombre expresa su utilidad esencial: ver con una sola mirada todo cuanto se hace en ella. Pero en el panóptico la relación ver-ser visto se disocia. En el anillo periférico se es permanentemente visto sin ver jamás. En la torre central, se ve todo sin ser visto. Es la justicia de la mirada, y cuando los prisioneros son expuestos al público, lo hacen cubiertos por máscaras.

La justicia expresiva en cambio es la justicia de la imagen, mejor que la televisión, mejor que la realidad virtual, es la "justicia espectáculo" en vivo y en directo. En cierto sentido podría compararse con el teatro: no faltan los actores, el director de escena, el público presente, el que leerá el Newsweek y los que verán el video. Tampoco falta la cámara, ese elemento de la técnica que pretende resolver la dimensión irrepetible de la escena teatral. Sin embargo no es teatro, porque falta el texto, y en el teatro, aunque sea mudo, el texto está siempre supuesto y se lo trata de descifrar. Este es un teatro que se pretende libre de la ficción de las palabras. Es un teatro que además se quiere sin máscara, a cara lavada, colorada de vergüenza y con la platea iluminada a giorno. Un teatro donde actores y público deben mirarse a los ojos.

¿Qué papel le toca a cada uno?

El actor debe exhibir, por desplazamiento de abajo hacia arriba, sus "vergüenzas" en el rostro. Pero aquí la justicia expresiva se engaña. La vergüenza no es el signo del arrepentimiento, hay vergüenza porque se ve siendo visto. Esto aclara el papel público, dado que en una justicia que no tiene un propósito aleccionador ni ejemplificador, ¿para qué se lo convocaría?

Al público le toca rasgar el velo del pudor, a distinguir de la vergüenza. Esta concierne a la acción, el primero al juicio. Por eso el pudor, al que Lacan reconoce como la única virtud, [3] evita pasar vergüenza.

La justicia expresiva no solo descubrió al sujeto en el criminal, descubrió que además goza, y aunque en cierta medida todos podemos identificarnos con él porque somos culpables de un crimen primero, no es la identificación lo que le interesa, por eso no es ejemplificadora. Su interés es ese goce oscuro, enigmático, que el criminal debe sacrificar. La justicia expresiva es en cierto modo freudiana. Sabe que la reconciliación con la cultura requiere el sacrificio del goce. Los ojos del público —los ilotas de la justicia— serán el instrumento. Cuando se encuentren con los del criminal, podrán verse en su rostro los estigmas de la castración.

Pero algo pasa. Una imprevista alquimia se produce en la escena; lo que se ve no convence del todo al espectador. ¿Y si detrás del rubor el criminal todavía esconde algo? Quizás como en la historia de Alphonse Allais quieran despellejarlo un poco. El público está ávido, subyugado, envidia en el criminal, como nos lo explica Freud, esa posición libidinal que intuimos inexpugnable. [4]

La escena se ha invertido, y ante eso que sigue velado tras lo que se muestra, el espectador queda "perdido en el goce inefable de una imagen fascinante". [5] Años más tarde, Lacan hablará del goce del espectador devorado por los gadgets divertidos que la ciencia pone ante sus ojos. Pero lo que la justicia expresiva pone ante sus ojos no es un gadget, es un sujeto. Por eso, cuando el joven se arrodille y deponga su mirada, quizás resuene desde el escenario una voz en off que, dirigiéndose al espectador, haga escuchar "tú no me ves de donde yo te miro".

BIBLIOGRAFÍA

  • Freud, S., "El malestar en la cultura", Obras Completas, Vol. XIX, Amorrortu, Bs. As., 1976.
  • Lacan, J., El Seminario, Libro 7, La ética del Psicoanálisis, Paidós, Bs. As., 1988.
  • Lacan, J., Seminario 13, "El objeto del Psicoanálisis"(1965-1966), inédito.
  • Lacan, J., El Seminario, Libro 17, El reverso del Psicoanálisis, Paidós, Bs. As., 1992.
  • Lacan, J., El Seminario, Libro 20, Aun, Paidós, Bs. As., 1981.
  • Dossier "Le criminal et son crime", L´Ane, N° 8, enero-febrero de 1983.
  • Dossier "Prisons: par dela les murs", L´Ane, N° 21, abril-junio de 1985.
  • Dossier "Aujourd´hui le théâtre", L´Ane, N° 5, mayo-junio de 1982.
  • Marí, E. E., La problemática del castigo, Hachette, Bs. As., 1983.
  • Miller, J.-A., "La Machine Panoptique de Jeremy Bentham", Ornicar?, N° 3, mayo de 1975.

NOTAS

  1. Título de un artículo del Newsweek del 6 de febrero de 1995.
  2. Diario Clarín, 8 de abril de 1995
  3. Lacan, J., clase de 12 de marzo de 1974, Seminario 21, "Les non-dupes errent", inédito.
  4. Freud, S., "Introducción al narcisismo" Obras Completas, Vol XIV, Amorrortu , Bs. As., 1979, p. 86.
  5. Lacan, J., "Fonctions de la Psychanalise en criminologie", Écrits, Editions de Seuil, París, 1966, p. 149.
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