Noviembre 2012 • Año XI
#25
Lo real en la ciencia y el psicoanálisis

Cientificismo y control social

Marcelo Barros

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Graciela Mussi Tiscornia - Sin título.
De la Serie Tramas Urbanas. Técnica mixta sobre tela. Cortesía de la autora.

"Pero los científicos del mundo no dudan de su institución; ellos están mucho más unidos que los proletarios o los empresarios; forman un grupo social homogéneo y casi monolítico, con estrictos rituales de ingreso y de ascenso, y una lealtad completa –como en el ejército o la iglesia- pero basada en una fuerza más poderosa que la militar o la religiosa: la verdad, la razón".
Oscar Varsavsky, Ciencia, política y cientificismo

 

La feroz ignorancia del Dr. Pepperkorn

En su introducción a la epistemología, Gregorio Klimovsky cuenta un curioso episodio que tuvo lugar a fines del siglo XIX cuando Koch exponía ante la Academia de Medicina de Prusia unos cultivos del virus del cólera. En ese tiempo, nos dice, "la ciencia" se mostraba tan escéptica ante la existencia de los microorganismos como hoy lo sigue haciendo con pareja increencia con respecto al inconsciente. El Dr. Pepperkorn, un médico indignado ante aquella "superchería", le arrebató a Koch el tubo de ensayo que contenía los cultivos de cólera, y en su afán de demostrar que tales cosas no existían "hizo fondo blanco" delante de todos. Extraordinariamente no le pasó nada, aunque hoy la razón científica indica que el buen señor debió haberse enfermado de cólera. El hecho, sin embargo, ocurrió. Es obvio que podemos apelar a una hipótesis ad hoc sobre la incidencia de algún factor que perturbó el resultado esperable. Quizás los cultivos ya no eran activos. Pero aventuro una explicación que el mismo Klimovsky no descarta: una convicción feroz bien puede inmunizar a un zonzo, que a más de zonzo es terco. La historia de la ciencia nos enseña que esa ignorancia tenaz no es ajena a las comunidades científicas, cuya opinión autorizada suele ser tenida como la palabra de "La ciencia" (nótese el artículo con mayúscula y sin barrar). Por lo que es pertinente recordar aquí lo que dijo Benjamín Franklin en su histórico discurso ante la Asamblea Constituyente de los Estados Unidos: un grupo de doctos varones no solamente reúne las sabidurías de cada uno de ellos, sino también sus prejuicios, sus ignorancias, sus obstinados errores. La anécdota del Dr. Pepperkorn nos sirve como una advertencia: si las ilusiones generadas por el consenso de una comunidad son burbujas, si son irrisorias esferas, ellas, como el buen doctor, no revientan tan fácilmente. ¿Los heraldos de la deconstrucción han logrado hacer estallar los inflados globos de las ilusiones que consolaban a nuestros mayores? Me inclino a pensar que la opinión ilustrada de esos mismos heraldos no se muestra carente de ilusiones. Una muy arraigada, y que ya es un fetiche ideológico, es la creencia de que en el siglo XXI vivimos libres de ilusiones. Rota la experiencia tradicional de la vida, según se dice, habríamos alcanzado la "mayoría de edad" gracias a la ciencia y al capitalismo. En apariencia estaríamos más libres de la "boludez religiosa". No está de más, con todo, considerar la hipótesis de que hayamos sustituido una boludez por otra, acaso más eficaz todavía para cumplir las aspiraciones del narcisismo. El orden simbólico será nuevo, pero no es imposible que León Bloy tuviese razón al decir que no hay evolución sino sustitución. Los argentinos sabemos bien, por ejemplo, que el ejército ya no es la única forma de dominación y que lo mismo que antes se hacía con tanques y bayonetas ahora se hace con corridas cambiarias y espasmos financieros. La religión no desapareció, sino que ya no es el único opio de los pueblos. Estos no parecen estar menos idiotizados que antes, pero ahora lo están por otros medios de control más eficaces, que prescinden de las vacilaciones de la fe y los convierte en idiotas sin remedio. Si la subjetividad actual es muy otra –un dogma a debatir-, en todo caso no se diferencia por una mayor aceptación de la castración o el abandono de las ilusiones narcisistas. Es aquí donde cabe interrogar, desde el psicoanálisis, el estatuto del término cientificismo, que tuvo un protagonismo mayor durante la Conversación de la Escuela Una llevada a cabo este año en el VIII Congreso de la Asociación Mundial de Psicoanálisis.

 

Control social y orden de hierro

Efectivamente, allí se discutió sobre "los ataques del cientificismo al psicoanálisis". En esta ocasión esa hostilidad se desataba en Francia a propósito del tratamiento del autismo. Ciertas prácticas educativas que se presentarían como "científicamente" legitimadas rechazan la singularidad del autista desestimando las invenciones propias que el sujeto construye para contener su angustia. Apuntando a una normalización coercitiva, algunos abordajes apelan al "condicionamiento aversivo" para desmantelar esas invenciones que son tenidas como circuitos de conducta indeseables. Bajo el eufemismo "condicionamiento aversivo", de lo que se trata es del uso de descargas eléctricas. Vino a mi memoria la "electroterapia" que en tiempos de Freud se utilizaba para el tratamiento de enfermedades nerviosas y que también se usó durante la Primera Guerra Mundial en las neurosis de combate. En el informe que Freud escribió para el gobierno austríaco, él señalaba con pertinencia que el fundamento de ese método "científico" no era otro que el de hacer tan indeseable y dolorosa para el sujeto la permanencia en el hospital, de modo que el frente de lucha se convirtiese en una opción preferible para el desdichado. No está de más señalar que esta "terapia" provocó la muerte de algunos pacientes. Recordé también la experiencia Milgram. Esta cuestión me llevó a interrogar la significación de lo que habríamos de entender por cientificismo, dado que el término ya nos sugiere algo que no sería estrictamente lo mismo que la ciencia y que se presenta como un fenómeno social. Nadie ignora, por lo pronto, que el poder encuentra cada vez más en el discurso científico su legitimación. Y no siempre esa legitimación se funda en la demostración sino que le basta con una retórica (¿cientificista?) con pretensiones de ciencia. Se dirá que a diferencia de otros discursos que fueron otrora dominantes, en la actualidad el mercado y la ciencia imponen un sano nominalismo, libre de dogmas. Pero si una parroquia puede postrarse ante un dogma, igualmente puede postrarse, y con los mismos efectos, ante un relativismo absoluto. Porque también la comunidad de los relativistas -y ella más que ninguna otra- prohíbe decir que el rey está desnudo. Y lo puede prohibir en nombre de la idea de que cualquier afirmación categórica, sobre todo si hace notar una diferencia –como la sexual, por ejemplo, o la que existe entre el neurótico y el psicótico-, es un exabrupto autoritario. Sin embargo, nadie prohíbe estrictamente nada en este nivel porque el moderno control social prescinde tanto de la amenaza como de la fe que la hace efectiva. Prescinde de cualquier figura de autoridad que soporte la enunciación de la ley. No sólo no la necesita, sino que deliberadamente la evita. Como bien han señalado muchos autores, la sociedad de control es aquella en la que los medios de dominación se vuelven más democráticos. Y justamente la exacerbación de los mecanismos de control social no es algo que emergería como suplencia ante una autoridad en declinación, sino que la destitución de la autoridad es la condición del control. El control social se ejerce mucho más férreamente allí donde la instancia de la autoridad falta. No parece que reflexionemos bastante acerca de lo que implica que Lacan haya presentado la lógica del "orden de hierro" como algo opuesto al Nombre del Padre. Este solo hecho debería hacernos revisar ciertos clisés de la vulgata lacaniana referidos a este último, sobre todo cuando circulan zonceras sobre el todo y la masculinidad. ¿Acaso la pasión totalitaria estaría del lado del Nombre del Padre? No es esa la enseñanza de Lacan. Foucault señala que la aspiración a una dominación total sobre la vida es un rasgo distintivo de la sociedad de control y no de la sociedad disciplinaria. Es por eso que el genocidio –término banalizado por los abusos del discurso progresista- es un fenómeno paradigmático de la sociedad de control y resulta estrictamente impensable antes del advenimiento del discurso científico. Sólo este último hace posible la ilusión de un control absoluto y omnímodo sobre la vida, dado que el biopoder es el paradigma de la forma "control" del poder. Y si digo "la ilusión" es porque la vida, esa que Freud dice que es nuestro deber soportar, no tiene nada que ver con la biología molecular.

En el caso del "condicionamiento aversivo" se hace mucho más patente el pasaje del discurso disciplinario que identificaría la operación como "correctivo" o incluso como "castigo", al discurso del control que goza de la legitimación que le da la ciencia y el no vulnerar –en apariencia- los ideales de la democracia. Por supuesto, la sociedad disciplinaria –que no ha desaparecido pese a lo que se cree- nunca fue un jardín de rosas. Sus agentes no escatimaron jamás la hipocresía y el eufemismo a la hora de la crueldad. Sin embargo, como psicoanalistas deberíamos empezar a tomar en serio la "degeneración catastrófica" que Lacan anunció que iba a traer la sociedad de control. Tal vez no aprendimos bien la lección de Auschwitz. El fascismo habrá pasado, pero no así la aspiración del poder a un funcionalismo radical y kafkiano, o a la ferocidad psicótica de la banalidad del mal. Un mundo que pretende la abolición de la diferencia es uno en el que el Otro, en tanto desemejante, ya no existiría, y por lo tanto tampoco existe el rechazo hacia él. Eso no impide que Europa se convierta en un barrio cerrado cuyos habitantes viven en la ilusión pluralista que imagina que los tiempos del odio al Otro llegaron a su fin. Pero Elizabeth Roudinesco advierte que la sociedad liberal ha reemplazado el odio al otro por la compasión hacia la víctima. Y los analistas sabemos bien lo que se destila en esa compasión. El rechazo al Otro retorna bajo formas medicalizadas, bajo estándares de higiene y promoción de la salud, bajo la neutralización sanitaria de la disidencia, bajo el ejercicio metódico, automático y funcional del poder sin exabruptos. Tales prácticas de anulación del sujeto, científicamente legitimadas y en nombre de las "buenas intenciones", merecerían ser calificadas como un humanismo perverso.

Estas consideraciones dejan sin embargo intocado el estatuto del cientificismo. ¿Qué hemos de entender por tal? ¿Cuál es su alcance?

 

Breve indagación del cientificismo

En principio, la palabra "cientificismo" se nos presenta como un simple calificativo peyorativo que cualquiera puede usar para denostar un modo de hacer ciencia con el que no está de acuerdo. En la Alemania nazi, por ejemplo, se calificó de cientificista a la física de Einstein por considerarla una pura especulación. Esta acepción no resulta de interés para nosotros porque no define un fenómeno concreto. Otra acepción está ligada a su origen histórico. La expresión "cientificismo" aparece en Francia a fines del siglo XIX, y designa a la corriente de pensamiento que tiene por válido únicamente al conocimiento proveniente de las ciencias "duras". Se lo entiende como el espíritu de la razón científica que se opone a otros modos de conocimiento como la religión, la filosofía, la magia, el ocultismo, la mística, etc. Tampoco doy en este caso con algo que nos interese particularmente interrogar. Aunque aquí se presenta la ocasión de hacer un señalamiento siempre obligado para los psicoanalistas: estamos muy lejos de confrontarnos con la ciencia en nombre de no sé qué ideal, de qué vaga defensa de la "espiritualidad" o de formas más "humanas" del conocimiento. Nunca está de más subrayarlo. El psicoanalista no se cuenta entre lo que Winnicott llamaba "los militantes de la sensibilidad". Freud supo preocuparse porque el psicoanálisis no se dejase arrollar por "la negra avalancha del ocultismo" (Jung dixit). La idea de frenar el avance de la ciencia –como si eso fuese posible- por más atroces que pudieran parecer los riesgos que trae su imperativo de saber, es una idea reaccionaria y así lo dice Lacan en la página 111 de El Reverso del Psicoanálisis.

Sin embargo, en el mismo lugar advirtió que dentro del campo de las ciencias que se hacen llamar "humanas" (y es desde ese campo de donde provienen mayormente los ataques al psicoanálisis) nada se sostiene con mucha firmeza. Y aquí empieza lo que nos puede interesar ¿Basta medir y cuantificar, desplegar una retórica de power point y escribir en inglés, esto es, responder a ciertos estándares formales de publicación, para conferir "verosimilitud científica" a cualquier zoncera que se escriba? Nadie ignora que la vasta producción de papers adopta ciertas formas como criterio de aceptabilidad y que esos rituales suelen velar con frecuencia la carencia de ideas originales. Si esto no se descarta incluso en el campo de las ciencias duras, podemos estimar cuán incierto y vacuo es mucho de lo que se escribe en el terreno de lo conjetural. Ya Freud advirtió que decir que todo lo que acontece subjetivamente tiene un sustrato cerebral, es algo que hace progresar tan poco nuestro conocimiento como argumentar en un juicio de sucesión que todos somos descendientes de Adán. Muchas producciones tenidas por científicas no se traducen en un saber hacer eficaz con los problemas que lo real nos plantea. Un ejemplo destacado y propio de nuestro campo es el de las sucesivas versiones del DSM como paradigma de una producción que no surge de la investigación científica sino del consenso de una comunidad de pretendidos expertos. Pero este "detalle" pasa inadvertido. Tenido por referencia científica, el DSM es un ídolo de plaza pública que, sin embargo, es presentado urbi et orbi con credenciales de objetividad y universalidad gracias a la cosmética –cientificista, digámoslo- de su discurso.

Tal vez aquí nos acerquemos un poco más a una definición del cientificismo que nos acerca al nudo de la cuestión. Un texto de 1969 de Oscar Varsavsky -Ciencia, política y cientificismo- que recientemente ha visto renovada su actualidad, se ocupa de los estrechos lazos que unen al discurso científico con el discurso del capitalismo. Aunque el autor deje entrever su antipatía por el psicoanálisis, encuentro interesante su tesis cuando postula la existencia de un mercado de la ciencia, así como también la de un aparato científico burocrático y administrativo. Califica de "cientificismo" al fenómeno de alienación del investigador en los estándares globales que ese mercado y ese aparato imponen. Tras señalar el fin de la edad de los "héroes" como Einstein, de los científicos "artesanales", o "por cuenta propia", resalta el hecho -bastante notorio- que el desarrollo de la investigación científica es hoy exclusivamente dependiente de políticas internacionales de financiación y de los estándares universales que ellas establecen para la formación del investigador. Hay una creciente institucionalización y burocratización de la actividad científica, al punto de consolidar una carrera de investigador que, al igual que en la iglesia y el ejército, "comienza con un noviciado bastante duro y disciplinado, de carácter autoritario, pero donde el joven recibe una guía permanente capaz de suplir casi cualquier defecto de talento". ¿Esto último querrá decir que es a prueba de idiotas, tal como es fácil de verificar en algunas universidades? Luego de la consagración, el ascenso en la escala jerárquica está dado por el cumplimiento de una serie de normas de carácter universalista como la publicación de una cierta cantidad de papers por año. Varsavsky nota pertinentemente que la adaptabilidad a la burocracia, a las tareas administrativas y a las relaciones públicas tienen un peso decisivo en la formación del científico independientemente de su talento o la originalidad de sus ideas. Porque no solamente se trata de dar con la hipótesis, sino de la ubicación de la propia publicación en el mercado de la ciencia. Todo ello muestra, paradojalmente, cierto carácter esotérico en el sentido de que los rituales de la comunidad científica son desconocidos para los "no iniciados", y además en el hecho de que la dinámica social de esta comunidad no suele ser tomada como objeto de estudio con la intensidad que merecería una práctica que es tan determinante del mundo en que vivimos. El libro de Varsavsky se inscribe en el marco del clásico debate epistemológico entre los defensores de una ciencia neutra, autónoma y objetiva (K. Popper, E. Nagel), y quienes estiman que la lógica de la investigación no es independiente de los aspectos sociológicos y políticos de la ciencia (T. Kuhn, P. Feyerabend). Bien dice Bruno Latour que esta cuestión estaba planteada desde las Vidas paralelas de Plutarco, y que "ya hace mil novecientos años, existía, completamente constituido, el doble discurso sobre la autonomía de las ciencias y las técnicas, y que, desde entonces, nada ha cambiado." Sin tomar una posición frente a un debate que excede por mucho mi competencia, y sin seguir a Varsavsky en su propuesta de constituir una "ciencia politizada", de perfil socialista, lo que me interesa rescatar de la discusión es aquel aspecto de la crítica que muestra al cientificismo como un fenómeno de masa. La descripción de un estándar internacional de la carrera de investigador y la postulación de un mercado de la ciencia es algo que incumbe al psicoanalista en tanto se trata allí de un fenómeno de masificación. Que alguien encuentre que la comunidad científica internacional puede ser comparada con lo que Freud señaló como los paradigmas de la masa artificial –Iglesia y Ejército-, acaso pueda ser discutible, pero seguramente es algo que merece que nos demoremos en ello.

 

La ilusión del porvenir: ¿La tercera masa artificial?

Por más libre que se quiera pensar a la ciencia de las magias del sentido, su discurso segrega, lo quiera o no, un prestigio y una autoridad aplastantes. Prestigio y autoridad. Ya deberíamos reflexionar sobre el ideal que la ciencia representa en el imaginario social: "todopoderosa, universalmente válida, ideológicamente neutra, libre en su orientación y estricta en sus métodos". Los medios masivos de difusión presentan la palabra de "la ciencia" bajo la rúbrica eclesiástica de la infalibilidad, la universalidad y la objetividad. En particular la física y la biología son entronizadas como fetiches independientemente de sus logros efectivos, y se hace de ellas las únicas e indiscutibles fuentes de todo conocimiento verdadero. El problema no reside en esas disciplinas, sino que surge cuando ellas funcionan como arquetipos en el terreno de las humanidades y sus modelos engendran una cosmética cientificista. Los estándares globales de publicación funcionan por sí mismos como criterios de verdad, objetividad y universalidad, más allá del hecho de que podemos escribir toneladas de papers llenos de cifras, gráficos de barras o porcentajes, sin por ello incurrir ni siquiera remotamente en una idea interesante. Por otro lado, no está de más decir que no hace falta ser socialista para darse cuenta de que los ideales de libertad de orientación de la ciencia y su neutralidad ideológica son tan ilusorios como la libertad de prensa o de empresa. Deberíamos pensar bajo el rótulo de cientificismo un fenómeno de consenso, de prestigio y de autoridad que estaría al servicio del control social y de la legitimación de los poderes establecidos. Se dirá que todo ello no tiene que ver con la ciencia. Puede ser, pero el uso del discurso científico al servicio de la masificación, y de la legitimación de la doxa dominante es algo cotidianamente comprobable por todos. Entonces se trata de que interpretemos desde el psicoanálisis al cientificismo como lo que realmente es: una ilusión. Es la ilusión sostenida por la tercera masa artificial.

Esta idea puede parecer tirada de los pelos cuando Freud nos acostumbró a ver en la religión la ilusión por excelencia, de la cual, además, la ciencia nos liberaría. Los lacanianos sabemos que Lacan no fue tan entusiasta en cuanto a la desaparición de la religión. Pero además mostró una diferencia con Freud que resulta esencial y sobre la cual acaso no nos hayamos demorado lo suficiente. En su seminario del 20 de noviembre de 1963, tuvo el acierto de sostener que la ilusión no reside en lo religioso sino en la iglesia. La iglesia (ecclesia=asamblea) es el grupo y sus efectos subjetivos, la ilusión narcisista del todo. ¿Acaso al separar la religión de la iglesia Lacan habría abierto la puerta a la hipótesis de que el efecto de masa puede prescindir del Nombre del Padre? Es un punto a debatir. En todo caso, la declinación del paternalismo no parece haber ido acompañada de una pareja declinación de los efectos más estupefacientes de homogeneización y universalización. Verificamos más bien lo contrario. Adoramos como un fetiche la zoncera del pluralismo, cuando la realidad es que si se leen las mismas noticias en todo el mundo, si se viste la misma ropa, si se consumen las mismas marcas, si se ven las mismas películas, si se escuchan los mismos medios de difusión, es bastante probable que se sostengan también las mismas enlatadas opiniones. Acaso el "pluralismo" es la opción de elegir entre dos productos rivales… que pertenecen a una sola compañía. La clínica nos enseña por demás que la forclusión de la excepción paterna puede traducirse en un reforzamiento psicótico del todo. La moda actual de hacer la apología de la psicosis solamente ve en ella sus aspectos restitutivos como el delirio y el sinthome, omitiendo convenientemente la enfermedad misma que reside en la retracción libidinal y en el orden de hierro.

No habrá Pastor, pero el rebaño como rebaño existe y su obediencia es cada vez más ciega. Es falso que esa obediencia del rebaño no se sostenga de un discurso que la justifica y la legitima en nombre de ciertos ideales. El cientificismo cumple un rol central en esa legitimación, sobre todo cuando tomamos en cuenta sus relaciones con el poder financiero –nueva versión del ejército- y sus aspiraciones de control social. ¿El cientificismo sería la ilusión del porvenir? ¿Por qué no, cuando muchas de sus promesas –la inmortalidad, el Übermensch- tienen un sesgo evangélico? Se dirá que la ciencia cumplirá lo que la religión no cumplió nunca. Pero hasta nuevo aviso nada prueba que haya tenido lugar esa transformación radical del sentimiento trágico de la vida que nos vaticinan. El malestar en la cultura no es una obra caduca y personalmente dudo que llegue a serlo. Afirmando esto no niego que la ciencia pueda hoy crear vida, modificarla y reconducirla. No descarto, incluso, el logro de la inmortalidad o la juventud perenne. Jacques-Alain Miller llega a jugar con la idea de que la ciencia erradique alguna vez toda dimensión de sufrimiento. Pero advierte con pertinencia que eso no suprimiría la necesidad neurótica de justificar la existencia. Y sabemos bien que no solamente no la suprimiría sino que la agravaría. En cuanto a la inmortalidad, recomiendo leer "El inmortal" de J. L. Borges. Estas posibilidades de la técnica no serían para nada ilusorias y no tienen que ver con el cientificismo. Entramos en el cientificismo cuando se extraen de esas posibilidades una ética que es opuesta a la del psicoanálisis y que sería una que forcluya la dimensión de lo real. La palabra "cientificismo" me recuerda una expresión de Eric Laurent, que en un artículo habla de "la serpiente de mar del gen de la esquizofrenia". Y esa no es la única superchería cientificista. Tengo presente las muchas veces que escuché la proclamación del fármaco de la felicidad, o la solución quirúrgica de la neurosis. Tengo presente a los entusiastas de las neurociencias que predican la inminencia del "gran descubrimiento", de ese que nos dirá por qué somos lo que somos y de qué manera podremos ser otra cosa, acaso ángeles o dioses. Cabe pensar en qué punto acaba el investigador y dónde empieza el evangelista del cientificismo, el lisencéfalo diplomado. Ellos nos avisan que ya llega. La ciencia es joven. Será mañana. Tal vez pasado mañana. Como dijo Schopenhauer: qué lástima que no hayamos empezado antes, porque entonces ya habríamos llegado ahí.

Ni Lacan ni Freud se hicieron ilusiones con respecto al desarrollo de la ciencia –en el que, por otra parte, creían-. Freud advirtió, justamente en su carta a Einstein, que lo que él llamaba el proceso de desarrollo cultural –Prozess der Kulturentwicklung- era algo que podría llevar a la desaparición de la especie humana. Hoy podemos identificar allí la acción conjunta de los discursos del capitalismo y de la ciencia que se potencian mutuamente en la génesis de la sociedad de control. No es Freud el único que dijo que este proceso podría costar la supervivencia de la especie misma. ¿De qué fundamentalismo religioso se dijo alguna vez algo semejante? Si se ataca al psicoanálisis con ferocidad creciente es porque los psicoanalistas son un obstáculo al orden de hierro que se cree poder imponer. No porque sean los anacrónicos portavoces del paternalismo en declive, sino porque ellos le recuerdan a la omnipotencia del nominalismo radical que hay real. Bien dice Jean-Claude Maleval que desde su invención el psicoanálisis molesta porque revela que el hombre no es amo de sí mismo, contrariamente a las ilusiones de la razón. Es una tarea de los psicoanalistas identificar los rasgos de esta nueva ilusión. Por lo visto, hasta ahora, el orden simbólico del siglo XXI, tan original, no parece que nos vaya a ahorrar el trato con esta versión renovada de los cuervos de la inquisición.

BIBLIOGRAFÍA

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