Diciembre 2013 • Año XII
#27
ESTUDIOS

La adolescencia como apertura de lo posible

Marco Focchi

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León FerrariSin título, 2009
Litografía. Centro de Edición. Gentileza arteBA fundación, 2013.

Aún si la adolescencia no es un concepto clásico del psicoanálisis, un punto de referencia presente en el texto de Freud puede sin embargo ayudarnos a definir una orientación sobre el tema. Se trata del artículo sobre recuerdos encubridores. Freud destaca el carácter híbrido diciendo que utilizan material infantil junto a reformulaciones sucesivas para responder a interrogantes que se plantean en una edad más tardía.

Los recuerdos encubridores, como sabemos, no reflejan, o reflejan sólo en parte, episodios que pertenecen a la infancia, y son más bien ensamblajes realizados a posteriori. La edad en la que principalmente se forman estos recuerdos se deduce fácilmente de los interrogantes a los que deben responder: son aquellos schillerianos sobre los que Freud ha modelado la primera forma de la noción de pulsión: hambre y amor[1].

En el momento en que el sujeto sale del recinto simbólico de la familia para asomarse al espacio abierto del mundo, se le imponen las primeras elecciones respecto de la dirección que querrá dar a su existencia, a su posicionamiento social y a la dirección de sus sentimientos hacia nuevos objetos de amor. Para afrontar temas inéditos y desconocidos el sujeto, como siempre, usa lo que tiene a su disposición. Las marcas y experiencias infantiles se retoman entonces en el contexto transformado fundiéndose con los temas actuales, señalando las pistas sobre las cuales buscar una satisfacción adecuada respecto de las nuevas exigencias.

Los recuerdos encubridores, con su naturaleza compuesta, constituyen así un umbral, una línea de frontera temporal entre la infancia y el horizonte transformado de la vida. Los interrogantes fundamentales que deben responder son aquellos del sexo, de la vida y de la muerte, que en la adolescencia se ponen en un plano diferente que en la infancia. Debemos agregar los interrogantes sobre el amor en el momento en que el sujeto abandona los viejos objetos para abrirse a nuevas posibilidades.

Si la definimos en base al umbral de los recuerdos encubridores, la adolescencia resulta ser un problema diferente al planteado por Erik Erikson, que la presenta como una fase del desarrollo en que se construye la identidad para dirigirse a una perspectiva de adaptación[2], o de aquel planteado por Peter Blos, que interpreta la adolescencia subdividiéndola internamente en fases: una preadolescencia caracterizada por el aumento de la presión pulsional, una fase siguiente en donde tiene lugar un proceso de separación de los padres y una construcción de ideales, una tercera fase donde el sujeto es empujado por la búsqueda de un objeto de amor, y una fase tardía donde el sujeto alcanza la posición sexual y genital definitiva. [3]

A partir del estudio clásico de Stanley Hall, la adolescencia se convirtió en un capítulo de la psicología evolutiva, y es considerada una condición particular en el pasaje entre la edad infantil y la adulta, la madurez acabada. Sin embargo, justamente esta definición, formulada como una simple perogrullada, parece constituir el problema. Asumir la adolescencia como una fase en la transición de un estado a otro significa dar por entendida la definición de un inicio y de un final, de un comienzo y de una meta a alcanzar. La idea de un acabamiento que define a la edad adulta es posible pero sólo si razonamos en términos de normalidad, o sea de adaptación, y no es casualidad que hayan sido los autores de la ego psychology aquellos que más se han dedicado a este tipo de estudios.

Distinta es la perspectiva adoptada por los autores klenianos. Donald Meltzer centra el problema particularmente en el saber[4]. La caída del ideal que inviste a las figuras de los padres concierne sobre todo a su supuesta omnisciencia y, en la desilusión que le sigue, la mente se pone en búsqueda de la verdad así como el cuerpo va en búsqueda de comida, hallando distintas direcciones posibles que Meltzer organiza en una gama de cuatro. Una primera concierne a la eventual regresión a la posición infantil, el regreso a la familia, el rechazo de seguir adelante o incluso de alejarse del nido. Una segunda implica el acceso al grupo de pares, que puede derivar en una banda o una pandilla. Una tercera concierne al aislamiento de la adolescencia. Queda luego la vía de ingreso al espacio abierto del mundo social, aquella cercana a la normalidad, que permite la maduración y el acceso al mundo adulto.

También aquí, en cualquier caso, el razonamiento se desarrolla en términos de normalidad y de maduración, que parecen escollos difíciles de evitar cuando se habla de adolescencia.

Más particular y personal es la lectura de Winnicott[5], que no pasa por alto los temas clásicos de la adolescencia: el desafío del ambiente familiar, la necesidad de provocar, la búsqueda de la verdad y la evasión de las falsas soluciones. Al mismo tiempo, sin embargo, sostiene que el adolescente no quiere en absoluto ser comprendido; es más, podríamos decir que ve una antítesis entre la adolescencia y la búsqueda de comprensión. En la adolescencia se trata sobre todo de un período en el cual el sujeto debe entenderse más que ser entendido, y debe por esto sustraerse a la pre-comprensión del Otro. Este período es el de los doldrums, melancolías, depresiones, tristezas que dominan los humores aun no formados, pero al final existe también el sentimiento de tranquilidad, o incluso la idea de alternancia entre la calma llana y las tempestades imprevistas que se hallan en ciertos climas oceánicos.

Los doldrums del adolescente winnicottiano parecen reflejar los versos de La musique, desde la recolección de las Fleurs du mal, que luego de haber descripto a la música crecer y embestir como un mar, inflando el pecho, empujando las olas en la convulsión de la tempestad de pasiones, concluyen en un seco contraste: "D'autres fois, calme plat, grand miroir/ De mon désespoir".

Son estos versos que Joseph Conrad pone como epígrafe en The Shadow line,[6] una de las novelas más bellas sobre la iniciación de la vida, y son versos que evocan la parte central de la novela, la calma en la que el joven oficial, en su primer mando, ve puesta a prueba su propia tenacidad y coraje. Sobre la línea de sombra, sobre el umbral que se trata de abarcar, hay sin embargo dos obstáculos a superar. Desde la calma el nuevo capitán tendrá que salir con sus propias fuerzas, con el segundo oficial presa del delirio y la tripulación puesta fuera de juego por la fiebre tropical. Pero antes, para llegar a la nave, no debe dejar escapar la ocasión del mando, debe verla, debe darse cuenta de que el pobre y afamado capitán Hamilton está intentando quitársela. Aquí el capitán Giles lo ayuda, viejo lobo de mar experto en el manejo de navíos pero también en el arte de navegar en la vida. Giles es el hombre de cuyos discursos el protagonista no logra vislumbrar inmediatamente la sabiduría y a quien toma simplemente por un idiota. Resulta interesante la construcción del diálogo entre el protagonista y el capitán Giles, que con sus palabras parece no llegar nunca al meollo, porque naturalmente sabe que el tema crucial no se puede decir directamente, sabe que la ocasión no puede ser explicada sino sólo indicada, como una interpretación analítica. El capitán Giles es el modelo por excelencia de quien sabe hablar a quien todavía no sabe. No pretende que sus palabras sean tomadas por el inexperto con el mismo valor de quien ha conocido la experiencia. Es el estatuto del saber el que está en juego en The shadow line, es la exhibición de su esencial intransmisibilidad: aquello que Giles ha entendido no puede ser comunicado al joven, que simplemente lo rechazaría, pero, con lo que sabe, Giles puede hacer de manera tal que el joven se percate de aquello que le pasa por delante sin verlo, y pueda así corregirlo.

También la clásica novela de formación, en sus distintas expresiones, tiene como hilo conductor el tema del reconocimiento: el protagonista debe aprender a ver aquello que tiene frente a sus ojos pero que inicialmente no se le entreabre en ningún sentido. David Copperfield[7] lucha para salir adelante en la vida y se casa con Dora, hija del Sr. Spanlow, el titular del estudio legal donde ha realizado su internado. Cuando Dora muere estará a su lado Agnes, la hija del abogado Wickfield, en cuya casa David había residido durante los años de universidad. A David le tomará un tiempo darse cuenta de lo que Dora, sin embargo, había visto inmediatamente con mucha claridad: que Agnes está enamorada de él, que secretamente lo ha estado siempre, y que su destino sentimental debe cumplirse al lado de ella.

Muy diferente es el cuadro de la iniciación femenina. Jane Eyre[8] no debe darse cuenta de su propio amor -las mujeres sobre esto tienen una seguridad incomparablemente mayor a la de los hombres- sino que deben descubrir el misterio de un hombre. El Sr. Rochester de hecho, dándose cuenta de ser correspondido en su oculta pasión por Jane, le pide casamiento, pero el terrible secreto que mora en la magnífica residencia de Thornfield Hall -y que Jane descubrirá dolorosamente mientras se viste de novia- es que el Sr. Rochester está ya casado con una mujer insana oculta en una torre, escondida de la vista de todos. Un incendio en la residencia ayudará a eliminar el obstáculo y a entregar a Jane un Sr. Rochester viudo, pero ahora ciego y despojado del lujo que la había deslumbrado. Aquello que Jane debe reconocer, acoger y hacer propio es el corazón impenetrable de un hombre privado de la suntuosidad de las apariencias fálicas.

No es sólo el amor el tema del descubrimiento de la adolescencia. El joven Törless[9] estudia en el exclusivo colegio militar que las riquezas de una acomodada familia burguesa le pueden consentir. La prostituta Bozena, le hace conocer la sexualidad, pero en su rostro degradado que le revela cuánto hay de oscuro, disoluto y destructivo detrás del mundo diurno, racional y burgués. Lo que Törless debe descubrir, con dolor y sensación de abandono, es la ausencia de calidad del mundo en el que vive. Esto se convertirá en el rechazo activo de valores carentes de significado para Ulrich, el protagonista de El hombre sin atributos. Törless participa inicialmente junto a dos compañeros, Reiting y Beineberg, en el maltrato contra el débil Basini, con quien tendrá una experiencia erótica, y el umbral que debe atravesar es aquél que lo lleva fuera del mundo burgués del que forma parte sin poder notar su vacuidad.

En un clima totalmente distinto también Gli indifferenti[10] narra la revelación de un mundo detrás del mundo. Carla y Michele Ardengo son dos hermanos pasivos frente a la vida, incapaces de tener sentimientos si no de aburrimiento, y fingen no ver la conexión que Leo Merumeci mantiene con su madre, Mariagrazia. Leo, cansado de Mariagrazia, comienza a cortejar a Carla, mientras Michele sufre el cortejo de Lisa, una amiga de la madre. El día de su vigesimocuarto cumpleaños Leo intenta emborrachar a Carla con el objetivo de aprovecharse de ella pero el plan no se realiza porque Carla, desacostumbrada al alcohol, se descompone y vomita. Todo se desenvuelve en un clima de pereza moral en el que Lisa asume la tarea de despertar a Leo, mostrándole la relación entre Leo y Carla. Michele intenta vengar el honor de la familia disparándole a Leo, pero lo hace con un arma que ha olvidado cargar, condenándose así a un destino de perdedor. También aquí se trata de ver la falsedad y la hipocresía del mundo convencional en la que Michele y Carla están aprisionados. Los protagonistas sin embargo no logran en este caso superar la prueba y cruzar el umbral: la pistola de Michele falla y Carla acepta casarse con Leo en un matrimonio sin amor que le garantizará sin embargo la continuidad y el bienestar de la vida burguesa.

El descubrimiento de un mundo detrás del mundo -junto al descubrimiento de la sexualidad y de la propia posición social- es lo que, con la diferencia que implica la dimensión de lo sagrado, constituye la substancia también de los ritos de iniciación que marcan la salida de la infancia en las sociedades primitivas.

Los ritos de iniciación tribales introducen al joven de un modo estrictamente codificado en la experiencia mientras que la novela de formación la deja abierta a las más diversas contingencias.

Con una relevante diferencia en las formas, vemos que la problemática es análoga: es necesario cruzar el umbral de las apariencias para ir hacia una verdad que no se muestra de inmediato. En los ritos de iniciación tribales se trata de lograr conocer las relaciones místicas entre la tribu y los seres sobrenaturales que están en el origen de la creación[11]. Esto se da a través del aprendizaje de comportamientos, de técnicas y de instituciones que pertenecen al mundo adulto, así como también a través del conocimiento de los mitos, de las tradiciones sagradas de la tribu, de los nombres de los dioses, de su historia y de sus gestas.

Salir de la infancia significa aprender cómo las cosas han llegado a ser y al mismo tiempo en qué se basan los comportamientos humanos, las instituciones sociales y culturales. Llegar al fundamento significa llegar a los orígenes, donde se inició todo, en el tiempo mítico.

La presencia del ritual en las sociedades tribales y su ausencia en nuestro mundo tienen un significado preciso. En el mundo moderno no podría haber lugar para un ritual porque el descubrimiento del mundo detrás del mundo se hace en dirección progresiva, en un tiempo histórico donde el hombre se considera autorizado a proseguir y perfeccionar indefinidamente el mandato inicial buscando lo nuevo. En las sociedades arcaicas vale más bien la tendencia opuesta a proyectar lo nuevo en el tiempo primordial, haciéndolo regresar al mismo horizonte atemporal de los orígenes.

En la novela de Conrad el contraste entre lo viejo y lo nuevo es particularmente evidente. La iniciación aquí concierne la toma de responsabilidad implicada en el mando, y el mando debe ser disputado con el viejo capitán Hamilton. El joven está en contra del anciano, el anciano es presentado como carente de recursos -no logra jamás pagar la renta- y reivindica cuidados sobre los que el autor difunde un aura de ironía, sugiriéndonos que sus pretensiones, si no abusivas, están al menos fuera de lugar. También en el diálogo con el capitán Giles de la parte inicial nos hace sentir como legítima la sospecha de que el joven, aquel que veremos luego como un viejo sabio, pueda ser en cambio un viejo decrépito.

En el mundo desacralizado aquél que es viejo, o también antiguo, no tiene ningún privilegio particular sobre lo actual, y se somete en cambio al imperativo de la renovación.

En las sociedades arcaicas la toma de responsabilidad y la salida de la ignorancia significan en cambio la muerte iniciática del niño para ser convertido en un hombre nuevo en la fragua del tiempo de los orígenes, y el hombre nuevo será un hombre que ha tomado como suya la carga de la tradición. El viejo mundo es aniquilado en un retorno simbólico al caos primordial, no para avanzar hacia un nuevo mundo, sino para restablecer el mundo en su comienzo, donde las cosas acaecieron por primera vez. Los gestos y las operaciones que se desarrollan durante la iniciación son en efecto la repetición de modelos ejemplares, o sea los mismos gestos y las mismas operaciones llevadas a cabo por los padres fundadores.

En otro plano, la sexualidad, que para Törless se revela en la degradación y se presenta como una fuerza que empuja a rechazar el mundo en el que el protagonista ha nacido, en las sociedades arcaicas participa de la esfera de lo sagrado. Eliade destaca la aparente contradicción presente en culturas donde la virginidad es particularmente valorizada y al mismo tiempo los padres de las muchachas no sólo toleran sino que alientan el encuentro con los jóvenes. No se trata sin embargo simplemente de libertad prematrimonial o de libertinaje, sino de la revelación de un carácter sagrado femenino que pone en contacto con las fuentes de la vida y de la fecundidad. Los encuentros pre conyugales de las jóvenes no tienen en sí, por lo tanto, un carácter erótico sino más bien ritual, son parte de un misterio sagrado más que una fuente de placeres terrenales.

En su participación en el congreso de Nápoles de junio de 2009, sobre el tema Variaciones sexuales y realidad del inconciente, Domenico Cosenza[12] se preguntaba justamente cómo se puede regular, en la época contemporánea, el encuentro con este mundo detrás del mundo cuando faltan ideales reguladores fuertes capaces de estructurar el pasaje del umbral.

En efecto, la pregunta sobre las condiciones contemporáneas que regulan el pasaje del umbral de la adolescencia tendría que desarrollarse también a partir de la pérdida de centralidad de la función de verdad.

En la novela de los siglos XVIII y XIX, el descubrimiento de la verdad se combina con los efectos de desidealización, de caída de las apariencias detrás de las cuales se revela una realidad degradada, o inmoral, o una melancolía intensa, como en L'isola di Arturo[13], una de las obras maestras insuperables del género. Wilhelm -el padre de Arturo, mitificado por él, que ha siempre inventado fábulas sobre sus ausencias como maravillosos viajes alrededor del mundo convirtiéndose, a los ojos de su hijo, en un héroe inalcanzable- se revela al final de la novela como nada más que un pobre hombre, hazmerreir de todos, y sus grandes viajes no fueron nunca más allá de los alrededores de Nápoles. Arturo entonces se embarca alejándose de Procida sin poder volver jamás: mientras la isla se achica a medida que la nave se aleja, deja la infancia a sus espaldas junto con una desilusión y una profunda nostalgia.

La separación de la adolescencia coincide en estos casos con una revelación, con una verdad dolorosa o austera, con un desencanto que es lo opuesto del descubrimiento de lo sagrado y de la dimensión espiritual de la vida que se da en las sociedades arcaicas. ¿Tenemos entonces que resignarnos a este empobrecimiento de los sueños, a esta degradación de los ideales, a esta pérdida de fantasía como precio y puerta de entrada a la edad adulta, un empobrecimiento nostálgico cuya única alternativa es la de un conformismo que se aplasta sobre los imperativos pragmáticos de la riqueza material?

Hay otro caso que la literatura moderna nos ofrece para el pasaje del umbral desde la desconsiderada jocosidad infantil hacia la responsabilidad adulta: es la imagen del vuelco puesto como conclusión de uno de los textos más ricos y densos de la literatura dieciochesca, un libro que seguramente no falta en la biblioteca de ningún niño y que vale la pena recorrer aun habiendo cumplido la mayoría de edad: Las aventuras de Pinocho[14]. Salido del País de los Juguetes, Pinocho es devorado por un tiburón (en Walt Disney es una ballena particularmente agresiva, tal vez una evocación de la potencia sugestiva que Mody Dick, como encarnación de la esencia del Mal, actúa en el imaginario americano). En el vientre del tiburón Pinocho encuentra a Geppetto, ya demasiado débil para secundar sus proyectos de fuga. Pinocho resuelve entonces la situación subiendo a Geppetto a sus espaldas y, con la ayuda de un atún, llega a la costa nadando. En este vuelco de posición, donde el hijo debe llevar al padre, está en el fondo Eneas con Anquises, está salvar al padre. El niño, que ha sido protegido por el padre, ahora es él quien lo sostiene. Sólo después de este vuelco entre arriba y abajo, entre salvador y salvado, la marioneta se transforma en una criatura de carne y hueso. Aquí no hay desilusión ni nostalgia, hay más bien reconciliación. No hay revelación de un mundo detrás del mundo, sino que hay un encuentro con la realidad, con el riesgo de ser tragados -para lo cual el tiburón es una imagen genial- y con la necesidad de hallar una solución.

Pinocho, al indicar el pasaje del umbral de la adolescencia, sigue un camino más cercano que aquél que Lacan sugiere en su comentario de El despertar de la primavera[15], texto empapado de la sexualidad más cruda y que nos da los elementos para tomar las cosas en esta perspectiva.

Lacan aclara que lo que se trata de develar no es un mundo detrás del mundo, sino la realidad de la ausencia de relación sexual[16]. Lo que se revela, con la caída de los semblantes, es que no hay relación sexual y no se intenta buscar una vía de adaptación con la realidad. A la realidad uno no se adapta, dice Lacan, a lo sumo uno se acostumbra[17]. Los adolescentes representados por Wedekind en El despertar de la primavera -Wendla, Moritz y Melchior- descubren la brutalidad del sexo, la hipocresía burguesa de los adultos, la falla, la vergüenza. En esto son como los adolescentes de la novela de formación y deben rasgar el velo de una respetabilidad ficticia e hipócrita. Los dos primeros sucumben: Wendla muere por un aborto mal practicado, Moritz se suicida para no revelar a sus padres el fracaso escolar. Se salva Melchior, que luego de haberse reencontrado con su amigo suicida en el cementerio, y luego de que este haya intentado arrastrarlo con él a la tumba, elije seguir a la enigmática figura del Hombre Enmascarado, en la cual Lacan reconoce la expresión del semblante por excelencia:

"Melchior: ¿Quién es usted? ¿Quién es usted? No puedo confiar en una persona que no conozco
El señor enmascarado: No me conocerás si no confías en mí
Melchior: ¿Usted cree?
El señor enmascarado: Es seguro. Y además no te queda otra opción.
Melchior: Puedo en cualquier momento extender la mano a mi amigo.
El señor enmascarado: Tu amigo es un charlatán. Nadie sonríe a no ser que tenga todavía un centavo en el bolsillo. El humorista sublime es el ser más penoso, más miserable de la creación"[18].

Los semblantes burgueses han caído, su hipocresía, su afectación, sus falsedades están enmascaradas, y hasta aquí el recorrido es como en Törless o como en Gli indifferenti. Pero no está el gesto de rechazo que da la espalda a la disimulación como en Törless, o el compromiso conformista como en Gli indifferenti. Está la elección de seguir sin embargo el semblante que encarna el hombre enmascarado. En otros términos: no es necesario creer en los semblantes para seguirlos. Aquello que Collodi representa de forma burlesca y a modo de cuento, Wedekind lo muestra de manera dramática, pero se trata en ambos casos de decir que sí al padre, de salvarlo de la caída a la que lo condenaría el desenmascaramiento, instituyendo una relación ateológica con los semblantes.

Resumamos ahora los puntos que hemos distinguido en este análisis:

1 – La adolescencia, que en la tradición psicoanalítica postfreudiana fue considerada como una fase, un tiempo de maduración dirigido a la adaptación, apoyándose en el texto freudiano puede ser considerada más bien como un tiempo de exploración, como el umbral entre una situación estabilizada y la apertura de lo posible. Esto hace de la adolescencia el caso particular de un evento más general. El enamoramiento, por ejemplo, a cualquier edad, tiene siempre en el fondo un carácter adolescente, momento en el cual el nuevo amor reabre un campo de posibilidades que la rutina de la vida se ocupa de sellar.

2 – Este pasaje de umbral desde lo estático a lo posible está ritualmente codificado en las sociedades arcaicas como un movimiento que lleva desde la vida vivida en su irresponsable naturaleza -así es entendida la vida en la infancia- a una vida que asume la cultura de la tribu y, por lo tanto, a una vida que tiene un sentido. La adquisición de sentido viene de la participación en el tiempo de los inicios, la revelación de lo sagrado originario, la iniciación a un mundo mítico que está detrás del mundo de la cotidianeidad. El mundo tiene sentido porque hay un mundo invisible detrás del visible, del cual constituye el fundamento y principio. El umbral de la adolescencia finaliza con la adquisición de una vida espiritual como suplemento de aquella natural que permite la integración responsable del individuo en la comunidad, cuyos valores ahora conoce y comparte.

3 – En el mundo desacralizado, en cambio, la revelación iniciática abre los ojos en el vacío, la pobreza, la degradación, el engaño que están detrás de las apariencias del mundo visible. Cuando lo sagrado no tiene más la función de organizar la vida de la comunidad, hacer caer el velo de las apariencias se transforma en desenmascarar la mentira, desmitificar. La novela de formación presenta de esta manera la experiencia de la adolescencia como desencanto, o sea como lo contrario de lo que es en las sociedades arcaicas. Hacer caer el velo de los ojos puede querer decir también descubrir el amor, como para David Copperfield, pero esto sucede luego de una travesía que despoja a la infancia de encanto, haciéndola pasar por la degradación de un trabajo que es pura explotación y por los innumerables atropellos que muestran la realidad de un mundo detrás del mundo como pura negación. David debe además desenmascarar la hipocresía solapada de Uriah Heep, su falsa humildad, su insincera obsequiosidad, sus deseos innobles que son el equivalente de la morbosa perversidad presente en Törless. Pasar el umbral de la adolescencia en el mundo desacralizado significa despojar a la infancia de su magia y de su inocencia, verla desvanecerse nostálgicamente como Procida en L'isola di Arturo.

4 – En la perspectiva que podemos asumir a partir de Lacan, la caída de los semblantes no corresponde a la revelación de un mundo detrás del mundo, al surgimiento de una verdad escondida que hace caer aquello que está manifiesto. El velo cae dejando entrever la realidad, que no es un mundo porque no es un todo. No se entra así en una lógica que pone en antítesis lo verdadero y lo falso, porque el semblante no se reduce al reino de la mentira y puede mantener una función. La caída de la apariencia, en donde se lleva a cabo el encuentro con la realidad, es más que nada el tiempo en el que se verifica un vuelco desde el "no cesa de no escribirse" al "cesa de no escribirse" -si se piensa es el mismo vuelco que se realiza en Pinocho, en donde la figura imposible resulta posible- y es esta apertura sobre lo posible lo que se tiene con la adolescencia.

Es interesante ver que a menudo en la clínica, cuando se intenta remontarse al momento constitutivo de los síntomas o la incómoda queja del paciente, si no hay factores traumáticos o de ruptura de continuidad en su vida, se remonta justamente al tiempo de la adolescencia. El momento constitutivo del síntoma es la adolescencia porque ésta es el tiempo en el cual el encuentro con la realidad como apertura de lo posible deja una marca. En este sentido tenemos que ver el hecho de que los recuerdos encubridores son el modo freudiano de decir el sinthome, la marca que deja el pasaje del umbral, con el cual el sujeto podrá identificarse o no, en otros términos: podrá gozar o sufrir.

Traducción del italiano: Mariela Yern
Revisión: Claudio Godoy

NOTAS

  1. S. Freud (1899), "Ricordi di copertura", en Opere, Bollati Boringhieri, Torino 1968, p. 447.
  2. E. Erikson (1968), Gioventù e crisi d'identità, Armando editore, Roma 1974.
  3. P. Blos (1962), L'adolescenza. Un'interpretazione psicoanalitica, Franco Angeli, Milano 1971.
  4. D. Meltzer, "Psicopatologia dell'adolescenza" in Quaderni di psicoterapia infantile, n° 1, 1991.
  5. D. Winnicott (1965), "Adolescence. Struggling through the doldrums", in The family and individual development, Routledge, New York 2006
  6. J. Conrad (1917), The shadow line, Oxford World's Classics, Londra 2004.
  7. C. Dickens (1850), David Copperdield, Barnes & Noble Classics, New York 2003.
  8. C. Brontë (1847), Jane Eyre, Penguin Classics, London 2006.
  9. R. Musil (1906), I turbamenti del giovane Törless, Einaudi, Torino 1959.
  10. A. Moravia (1929) Gli indifferenti, Bompiani, Milano 1963.
  11. Cfr. Mircea Eliade (1958), La nascita mistica. Riti e simboli d'iniziazione, Morcelliana, Brescia 1974
  12. D. Cosenza, L'iniziazione in adolescenza: tra mito e struttura, inedito.
  13. E. Morante (1957), L'isola di Arturo, Einaudi, Torino 2005.
  14. C. Collodi (1881), "Le avventure di Pinocchio. Storia di un burattino" in Opere, Mondadori, Milano 2006.
  15. F. Wedekind (1891), Risveglio di primavera, Il melangolo, Genova 2007.
  16. J. Lacan (1974), "Preface à L'éveil du printemps", in Autres écrits, Parigi 2001.
  17. Id. (1974), Le triomphe de la religion, Seuil, Parigi 2005.
  18. F. Wedekind, Risveglio di primavera, cit, p. 134
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