Junio 2015 • Año IV
#30
Dossier ENAPOL: El imperio de las imágenes

La devastación por las imágenes… Cazadores de identidad/ 7 cajas

Claudia Lijtinstens

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Eugenia Serrano
Costa Bonita 2

La "sociedad del pánico", "…del miedo", la llamó Paul Virilo, aquella que anula la reflexión y estandariza el pensamiento y la opinión pública. Un paradigma social que masifica y sumerge al sujeto en una realidad que suprime todo atributo singular a cambio del imperio de la segregación, el consumo y la imaginarización de los lazos en general.

En una época en la que, frente a la urgencia identificatoria, asimilarse a una posición social, grupo o comunidad es una alternativa por default, se trastoca la dimensión del tiempo, se impugna el pasado y se hace un culto del presente y de los rasgos identificatorios.

El futuro sólo produce inquietud e impulsa a los sujetos a buscar la anticipación de algún vaticinio consolador. Los impulsa hasta límites peligrosos en sus intentos de escapar a la ley del tiempo, adhiriendo a cualquier tipo de certeza que profetice el futuro y determine el destino de manera incontrastable.

Se produce esa "urgencia sin sujeto" en la que se rechaza la palabra y se busca revalidar el saber sosteniendo un otro veraz y dominante.

La propulsión hacia la abundancia imaginaria -y sus consecuencias en las subjetividades, los cuerpos y los lazos- determina la forma que adoptan algunas demandas sociales así como en los fugaces intentos de algunos sujetos por encontrar respuestas que les permitan conjurar la espesa alianza entre el individualismo y el vacío amenazador.

En una de las últimas realizaciones de Sofía Coppola (The bling ring, 2012) -casi sin tomar distancia cinematográfica y exponiendo sin disfraces su obscenidad- se retrata a un grupo de adolescentes fascinados por el consumo y la ostentación (bling) que se sumerge en la apropiación de los objetos más preciados de sus heroínas e ídolos.

Siempre en busca de más, sin frenos éticos o intentos de rebelarse contra la vacuidad del discurso familiar, muestran cómo la vergüenza o la culpabilidad son afectos incorpóreos que desplazan al infinito la responsabilidad de un decir.

Y es también el Otro parental el que se vuelve invisible, portador de una ceguera fruto de la ambición narcisística que lo obnubila y lo impulsa a introducir un sentido a todo en su búsqueda de felicidad.

La banalidad moral del discurso de los personajes parentales en el film es elocuente del fallido intento por anular el tiempo con el propósito de conservar ese todo, de suturar cualquier desequilibrio o inestabilidad, conservando el resplandor del brillo fálico.

Vemos a los protagonistas intentar hacer de la felicidad el umbral ordenador, realizando un esforzado tratamiento cotidiano para sortear la experiencia de la soledad, del miedo o de la inseguridad.

La exorbitante arquitectura edilicia que se da a ver en el film -con cerramientos trasparentes donde todo es visible, donde la perfección de los detalles contrasta con la soledad y el vacío afectivo de los espacios- revela, como diría Lipovetsky, esa verdadera arquitectura de la nada.

Y es en los protagonistas donde podemos apreciar el paradigma del sujeto afectado por la voracidad de acumular o desechar todo, en su intento de mantener a distancia el deseo (análogo a la falta).

Antes de ingresar al grupo (ring) el personaje masculino se muestra solitario, algo desconectado de sus pares, vacilante de sí mismo, de su cuerpo, de su sexualidad, sin demasiados signos de vitalidad.

Su encuentro fortuito con Rebeca lo introduce en el impulso -desconocido y excitante- de encontrarse con su propia imagen transformada; una imagen que lo envuelve en confusión pero que le restituye una satisfacción a través de los recortes de objetos femeninos que almacena como un tesoro a contemplar en soledad. Por otro lado, también le permite ser visto, cazar la mirada, ser parte de ese conjunto identificatorio de jóvenes adolescentes que se satisfacen arrancando un trozo del objeto del Otro.

Ellas, excitadas por sus pasiones delirantes, extraviadas por alcanzar las identidades ideales de sus fetiches, se exhiben inimputables, sin franqueamientos que obstaculicen sus arrebatos. Hay algo ilimitado que no reconoce fronteras.

Capturar la felicidad conservando esa parte del otro les devuelve nuevas identificaciones y neutraliza la ausencia de identidad y de Otro.

Ellos, se obsesionan en alcanzar una parte del otro. Al principio, como un juego, como una trasgresión sutil, infantil, para luego tomar una dimensión cada vez más peligrosa, perpetuada en imágenes en las que los protagonistas quedan capturados por las pantallas como objetos de la mirada y del deseo del Otro.

Con la búsqueda de soluciones instantáneas, sea por el lado de la indiferencia, sea por el consumo fugaz de objetos (apoyado en psico-fármacos o en misteriosas purificaciones del malestar) intentan vanamente restituir la homeostasis o (sub)sanar las fisura subjetivas.

Acarreando sus frágiles identidades corren una vehemente carrera que por momentos produce algunas conmociones. Así, el joven protagonista vacila, duda frente a las situaciones de descontrol y se angustia cuando se precipita el final. Hay, podríamos decir, el encuentro con su propia urgencia subjetiva.

En cambio, el resto de los personajes sigue en la satisfacción de ser objeto de esas cámaras: son ahora ellas las heroínas de estas trasgresiones, tal como sus estrellas favoritas, sin que la imputación pública de su accionar alcance a limitarlas.

Podría hacer un contrapunto con la película paraguaya "Siete cajas" (2011), dirigida por Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori, (competidora en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián).

El film nos muestra con intensidad otra cara del capitalismo. En un contexto popular, masivo, en un mundo hostil y sombrío, se representa a un grupo social en su costado más marginal, con sujetos confinados a actividades abyectas e ilegales.

La arquitectura donde transcurre el film nos muestra la cara oscura de la corrupción por los objetos, el desecho de la sociedad del consumo.

El resto…, lo que queda…: cuerpos mutilados, desechables, cuerpos-objetos, sujetos-objetos intercambiables, prescindibles, como la vida misma en su valor de desuso.

El protagonista -Víctor, un carretillero de 17 años que trabaja en el famoso Mercado 4 de la ciudad de Asunción- se distrae en la imagen reproducida en las pantallas de un puesto de ventas de DVD piratas en pleno mercado, imaginando ser famoso y admirado.

Su única meta es conseguir comprar un celular para filmarse, verse en una pantalla. Hay un empuje a conseguir, de cualquier forma, verse reflejado en una pantalla, la pantalla como espejo que devuelve una imagen ilusoria (ideal).

Aquí también circulan objetos. Objetos transportados y sustraídos clandestinamente del otro. Obscuros objetos del deseo que corren al margen de la ley y que no sirven ni de resortes a los brillos fálicos imaginarios ni a la lucha por el reconocimiento del otro.

Se trata, en cambio, de la lucha por el objeto, por su apropiación. Una persecución solitaria para poder arrancarle al mundo un lugar, una identidad.

Las cajas funcionan como el misterio mismo. En su interior puede no haber nada. Pueden albergar el vacio… o lo peor, pero son la vía -abyecta y oscura- de conseguir eso que se anhela imperiosamente.

Todos los personajes se encuentran en una situación de urgencia.

La película recorre en clave road movie, (esta vez en una carretilla) el peligro de llegar hasta las últimas consecuencias por el imperio de la lucha imaginaria. La vida misma puede perderse, pero eso puede filmarse y quedar registrado en las miradas expectantes.

En contraposición con The bling ring, detrás del personaje central hay un Otro que merodea. La fuerza policial se presenta como una autoridad que ordena, vigila y, de alguna manera, resguarda, custodia, aún contando con el desamparo de los lazos familiares y amorosos.

El final parece admitir que, a pesar del extravío generalizado y solitario por la supervivencia, hay un estado espectador/protector.

No todo se presenta sombrío. Hay un destello de la mirada del Otro salvador. Es la mirada recortada de la escena, la mirada del estado vigilante.

La imagen última es más que elocuente: el protagonista, luego de haber salvado su vida en esa persecución aturdida, consigue lo que anhela: verse en la pantalla del noticiero. Él, protagonista de esa historia.

En su rostro se aprecia un embelesamiento que enmarca la pantalla.

Consigue su fin: ocupar la pantalla donde los espectadores se satisfacen obscenamente. Ser su propio espectador, verse /visto en ese espejo inmenso.

Los demás sólo forman parte de los detalles de la vida cotidiana.

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